El pasado lunes participé en una mesa redonda con un par de médicos. La organización corría a cargo de un colegio mayor. El cura se filtró para decir lo suyo por dedicarse al universo pobladísimo del dolor. En los carteles se ofrecía el meollo del asunto: “El sufrimiento físico, el sufrimiento psicológico y el sufrimiento espiritual”. Cada uno parecía que se dedicaba a una de esas parcelas, como a quien le dan la azada para abrir el surco de las patatas y a otro el de las lechugas. Pero creo que el asunto estaba mal enfocado, porque en el hombre no hay surtidores distintos de sufrimiento, quien sufre es la persona, toda ella lo pasa mal cuando se acalambra o cuando tiene un cáncer. Pero bueno, somos hijos de nuestro tiempo que ha aprendido a dividirlo todo. Hemos hecho del hombre piezas de la ternera: el morrillo, el solomillo, la tapa, la tapilla, la carrillada…

Hasta de los griegos heredamos la diferencia entre dos hemisferios que no se tocan, el alma y el cuerpo. Cosa que tampoco puede ser, porque cuando a una persona se le llenan los ojos de emoción, porque cuenta la primera vez que su bebé dijo mamá en voz alta, hablamos de una persona enteramente sacudida toda ella, que no se puede delimitar. No podemos decir hasta aquí llega el alma, y aquí empieza el salitre que brota de los ojos del cuerpo. Qué distinta es la tradición bíblica, nos habla de Adán como una criatura salida de las manos de Dios, su naturaleza es el aliento de Dios, que una vez retirado vuelve a ser polvo. Mucho más fácil de entender. Somos una persona completa, no dos sustancias que van sujetas con un adhesivo.

Uno de los efectos del pecado original es justamente la división del hombre: los grandes regalos de Dios (la verdad, el bien y la belleza) ya no van de la mano. Un chaval puede haberse educado en un colegio católico cinco estrellas, con un pedazo de formación en virtudes, capaz de ser el mejor empresario, el mejor padre de familia y un esposo ejemplar, y sin embargo no tener ni pizca de experiencia de Dios. El responsable de un campo de concentración es capaz de gasear a cientos de judíos una mañana, y por la tarde emocionarse hasta la médula durante la audición de un cuarteto de Beethoven.

Divididos. Por eso creemos que Dios necesita que se le dedique un tiempo propio (el ayuno, la oración, la misa dominical), mi familia el suyo (las salidas al campo, al educación de los pequeños) y mi ocio también demanda su propio rincón (mi golf, mis libros). Así estamos, divididos con un cuchillo jamonero que deja mil rodajas finísimas en el plato. Nunca comprenderemos el mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, porque estamos convencidos de que hay que dividir fuerzas. Pero escindidos nos seremos felices, seremos incompletos, mucho más que desnutridos.