Vayamos con una primera revelación, para que el oyente del Evangelio de hoy pueda encontrar un marco mayor al texto que se nos ofrece. La primera lectura, la durísima primera lectura, se refiere al momento en el que el pueblo de Israel desconfía de Dios y, cogiendo a Moisés de las solapas, le reprocha la estúpida salida de Egipto. “Estábamos mejor allí, hemos salido a morir de sed, muy interesante nuestro Dios”. Y Dios responde con el milagro del agua que brota de la roca. Aquí se nos muestra esa innegable dureza del corazón que siempre acompaña al ser humano por la tierra. Es como que todo eso que sucede digamos en el alma humana, no finaliza en un acto de fe, en creer que a nuestro lado marcha la Persona que nos ama infinitamente.

El corazón de la samaritana era también un corazón vuelto a sí mismo, adormilado. Una mujer que vivía del acontecer ordinario sin pensárselo mucho, lo suyo era la banalidad de un bien muy modesto. Hay mucha gente que vive así, encerrados en el ámbar, como esos bichos que vivieron hace millones de años y de repente quedaron atrapados para siempre en esa piedra bellísima. Viven sin pensar más allá de la acumulación del trabajo del día siguiente y de que las cosas siempre han sido así y nunca cambiarán. Pero claro, su interlocutor era el mismo Dios, el Mesías en persona. La pobre tiene una conversación muy flojita, ella sólo sabe hablar del agua y de lo mucho que calma la sed. Es como sus paisanos de cientos de años atrás en el desierto, sólo pensaban en beber, les daba igual si Dios estaba allí o no estaba allí.

La lectura de hoy es la que siempre elijo para los bautizos, es perfecta para delimitar la acción humana y dónde empieza la sorpresa infinita de Dios. El hombre abandonado a sí mismo vive la famosa teoría del eterno retorno. Siempre vuelven las mismas estaciones del año, el tiempo hostiga las esperanzas humanas, llega la decrepitud sin haberla citado, la repetición de las acciones crea modorra, un acostumbramiento sin alegría. Y entonces el Señor llega con su propuesta, sólo Él puede construir el surtidor de agua que salta hasta la vida eterna. Un surtidor, por cierto, ajeno a toda ingeniería humana. Se llama la gracia de Dios y es ajena a toda clase de orgullo.

Cuántas cosas se aprenden en el diálogo de hoy. Qué necesitados estamos, por cierto, de dialogar unos con otros para encontrarnos. Cuidado con creer que la solución de mi vida vendrá de mi pensamiento frío y cartesiano. Sólo en el confronto de lo mío con el otro puede haber luz. Por eso la Cuaresma insiste tanto en aquella frase lapidaria del Antiguo Testamento, “no te cierres a tu propia carne”. La respuesta siempre está fuera: el necesitado, Dios, la gracia, tus hijos, todos viven más allá del perímetro de tu carne. A los voluntarios del hospital les digo siempre que escuchando el drama del enfermo, se olvida uno de la propia salud, y se gana en poner mucha humanidad en común, que es lo que Dios quiere…