“Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces? (…) hasta setenta veces siete”. Jesús nos propone, en el fondo, que perdonemos siempre. Y además nos da un motivo muy especial: Él nos ha perdonado más. Un talento equivalía a seis mil denarios, el salario por seis mil días de trabajo. Diez mil talentos equivaldrían a sesenta millones de denarios, es decir, el sueldo de 150 años de trabajo. Algo que está absolutamente fuera de nuestro alcance. Frente a lo que nos pide que perdonemos: cien denarios, el trabajo de 100 días. Pero el verdadero motivo del perdón está en el amor con que somos amados, el amor del que participamos: el amor de Dios que es derramado en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).

Como decía Romano Guardini “mientras te atengas sólo a una «justa» correspondencia, no saldrás de la injusticia. Mientras te quedes en la maraña de injusticia y venganza, acción y reacción, ataque y defensa, te verás siempre abocado a la injusticia (…) El que quiere vengarse, jamás produce justicia (“El Señor. Meditaciones sobre la persona y la vida de Jesucristo”). Dios repara el pecado con el perdón y la misericordia.El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en cadena siga su curso. No podemos vivir con odio, esto sería vivir en una cárcel de la que es necesario salir”. No perdonar nos mantiene alimentando como en un bucle el dolor por el daño recibido.

El perdón nos libera a nosotros y también libera a los demás. “La justicia de Dios no se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. (…) Obviamente no se puede tratar a los inocentes del mismo modo que a los culpables, esto sería injusto; por el contrario, es necesario tratar a los culpables del mismo modo que a los inocentes, realizando una justicia superior” (Benedicto XVI, Audiencia 18-V-2011).

Que la puesta de sol no nos sorprenda enojados, no dejemos resquicio al diablo (cf. Ef 4, 26-27). Es preciso que cultivemos actitudes que nos ayuden a crecer en el perdón. Entre ellas, la primera es el amor. El poeta Werner Bergengruen ha dicho que el amor se prueba en la fidelidad, y se completa en el perdón. Amar a una persona implica hacerle consciente de su propio valor. Cuando perdonamos, ayudamos al otro a volver a la propia identidad, a vivir con una nueva libertad y con una felicidad más honda. En segundo lugar, la comprensión que nos permite hacernos cargo de las dificultades y limitaciones de quien nos ofende y creer en la posibilidad de su transformación y de evolución. Nos ayudará descubrir que también nosotros tenemos limitaciones y n pocas veces no hacemos las cosas bien. Además, como dice una expresión popular, «si quieres que el otro sea bueno, trátale como si ya lo fuese.» En tercer lugar, la generosidad. Perdonar exige un corazón misericordioso y generoso. El perdón es incondicional, un don gratuito, un don siempre inmerecido. También la humildad es fundamental para aprender cada día a perdonar. Quien perdona no quiere dominar o humillar. Es importante que cada uno reconozca la propia flaqueza, los propios fallos -que, a lo mejor, han llevado al otro a un comportamiento desviado-, y no dude en pedir, a su vez, perdón al otro.

Que María, Madre de los cristianos nos acompañe en ese camino del amor que es el perdón.