La rectificación frecuente de Cristo a algunos de los escribas, fariseos y sacerdotes podría dar la impresión de no ser fiel a las tradiciones, así con minúsculas porque con sus interpretaciones se alejaron de la verdadera Tradición, que contiene la revelación de Dios en la “Ley y los Profetas”. La verdad última sobre el bien del hombre está en la Revelación. Por ello el Señor nos recuerda que “no he venido a abolir, sino a dar plenitud”. En este tiempo de gracia y de conversión se nos recuerda la importancia de ir al fondo de los Mandamientos de Dios, en los que se nos muestra cuál es el verdadero bien del hombre.

El amor está en el corazón de la Ley. San Juan Pablo II cómo “Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios – en particular, el mandamiento del amor al prójimo -, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3, 14)” (Encíclica “Veritatis splendor”, 16 – VIII – 1993, 15).

La plenitud que viene a Dar Cristo a la Ley y los Profetas supone, además de cumplirlos, enseñar a que los guarden. Algo que comienza siempre por el ejemplo. “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o, si escucha a los maestros, lo hace porque son testigos” (Beato Pablo VI, “Evangelii nuntiandi”, n. 41). Estamos llamados a ser testigos creíbles del Evangelio de Cristo, que hace nuevas todas las cosas. Pero ¿por qué se reconocerá que somos verdaderos discípulos de Cristo? Porque ‘os amáis los unos a los otros’ (cf. Jn 13,35). “Si nosotros los cristianos, no manifestamos esta característica, terminaremos por confundir al mundo, perdiendo el honor de ser tenidos por hijos de Dios. En tal caso, como necios, no aprovecharemos el arma tal vez más fuerte para dar testimonio en nuestro ambiente, congelado por el ateísmo paganizante, indiferente y supersticioso. Que el mundo pueda contemplar atónito un espectáculo de concordia fraterna y diga de nosotros, como de los que nos precedieron: ¡mirad cómo se aman!” (Chiara Lubich, Meditaciones, 46).

Forma parte de esa plenitud y novedad que nos trae Cristo es el don del Espíritu Santo, por el que es derramado el amor de Dios (cf. Rm 5,5). Que María, obediente a la voluntad de Dios hasta hacerse la esclava del Señor, abra nuestros corazones a vivir según la Ley y los Profetas.