Adentrados en el tiempo sagrado de la Semana Santa, uno tiene la impresión de que la consideración de los misterios de Dios necesitan un ritmo bien distinto a lo que estamos acostumbrados: “Estaba yo en el vientre, y el Señor me llamó; en las entrañas maternas, y pronunció mi nombre”. Ni volvemos atrás, ni miramos al futuro… Dios nos observa desde un eterno presente, y quiere que nos incorporemos a esa consideración divina de su presencia en la creación. Por eso, la Semana Santa es un tiempo privilegiado para ello. 

El anonadamiento de Dios hace “saltarse” las reglas de lo medible, para transformar cada una de las pasiones de los hombres (sus sufrimientos, lamentos, dolores…) en su propia Pasión. Y no lo hace de manera anónima o abstracta, sino que reconoce el nombre y apellidos de cada uno de los que hizo a su imagen y semejanza. 

De hecho, la figura de las “entrañas maternas”, se escapa a cualquier idealización o antropomorfismo que podamos tener de Dios… Él, va más allá. Mientras que los seres humanos nos dejamos llevar, al fin y al cabo, por tantos afectos que nos atan a las cosas y a las personas, el amor de Dios deslumbra y atraviesa esos afectos para ir al núcleo del alma: su entrega, sin condiciones ni restricciones. 

Una madre es capaz de estar en el lecho del dolor de un hijo enfermo y que sufre. Dios, en cambio, “se hace” dolor. Una madre es capaz de dar la vida por el hijo condenado. Dios, en cambio, “se hace” condenar, a la vez que entrega su vida. ¿No es esto llevar la libertad hasta las últimas consecuencias? Muchos, durante estos días, mirarán a otro lado al ver a ese Cristo flagelado y vilipendiado; pero ésos ignorantes, olvidan que también Dios, no sólo los ama a ellos también, sino que “se hace” sufrimiento en esos corazones amargados; porque, quizás, ni amaron, ni fueron tratados con ternura.

“Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar”. ¡Sí!, ése somos tú y yo. Y no se trata de una mera metáfora. Más allá de cualquier sentimiento de culpabilidad, se encuentra la realidad del pecado. Podemos pensar que nuestra vida está, si acaso, impregnada de “pecadillos”… ¡vamos!, “lo que todo el mundo”. Pero hay un pecado que cuesta realmente reconocer, y que, sumergido en lo hondo de nuestra soberbia, nos impide ver las cosas tal y como son en realidad. Ese pecado no es otro, sino pensar que a Dios poco le debemos, y que son nuestros méritos los que nos salvan. Sin embargo, la maternidad de Dios conoce nuestra debilidad y nuestra arrogancia… 

¿Por qué, si no, sólo María permaneció junto a la Cruz de su Hijo? Ella es la llena de gracia y, por tanto, atravesada por la infinitud del amor de Dios, supo permanecer junto al Amor.

“Adonde yo voy no me puedes acompañar ahora, me acompañarás más tarde”. La arrogancia de Pedro le llevó negar al Señor en tres ocasiones. La nuestra, quizás se multiplique por mil. Pero, ahora, lo importante es respetar el “tiempo” de Dios, y lo que sólo puede realizar Él. Él que no sólo es digno de admiración, sino de contemplación y adoración … Ya vendrá la cruz que a cada uno nos corresponde; esas cruces que nos acompañan cotidianamente, y que despreciamos, en tantas ocasiones, porque creemos no ser merecedores de ellas (el insulto recibido, las prisas que nos agobian, el mirar a otra parte cuando nos piden ayuda…). 

¡Sí!, llega la “hora” de Dios… dejémonos, por tanto, empapar de su eterna ternura y, como una madre… más que una madre, hundamos nuestro rostro en las llagas del amor, infinitamente misericordioso, de Cristo crucificado.