Llorar como una Magdalena no es simplemente un dicho castellano: el llanto de María Magdalena es realmente conmovedor y edificante. No es un llanto histérico, nostálgico, lleno de reproche o de frustración. Es algo más: es el llanto de una mujer enamorada, de una mujer que ha descubierto en Jesús al Hijo de Dios, de una mujer que ha quedado prendada del Amor de los amores. Por eso madruga. Por eso lleva los aromas. Por eso se llena de lágrimas cuando ve que su amado no está dentro del sepulcro. Nos conviene mucho pedir al Señor en este día un amor tan grande, tan auténtico, tan conmovedor como el de María Magdalena. Se podría decir que estaba loca de amor por Cristo. Aunque fallemos, aunque a veces metamos la pata, aunque en tantas ocasiones no estemos a la altura de nuestra vocación, que el amor llene toda nuestra alma. Amemos con mayúsculas. Amemos con todo el corazón, como ella.

Esa delicadeza de la Magdalena nos muestra a una mujer despierta a lo sobrenatural, en continua tensión espiritual de la buena, atenta a cualquier insinuación de la gracia. No quiere vivir volcada en este mundo sino con la frecuencia puesta en aquello que Dios le quiera sugerir, para cumplir su santa voluntad en cuanto la descubra. ¿Y nosotros, tantas veces dormidos, indiferentes, insensibles, incapaces de descubrir a Cristo en las mil circunstancias concretas de nuestra vida ordinaria? Bien podemos aprender de la actitud de esta santa mujer que nada más escuchar su nombre, pronunciado por los labios del Amor de los amores, salta de alegría y se lanza, como las otras mujeres, para abrazarle y sentirle cerca. Jesús hace con nosotros como con ella: continuamente sale a nuestro encuentro, nos envía gracias, nos consuela, nos fortalece, nos anima a la santidad. Qué hermoso sería que reaccionásemos como la Magdalena, atentos a cualquier insinuación del Maestro para ponerla por obra.

Hay otra palabra bella en el Evangelio que describe el deseo ardiente de María de no volver a separarse jamás de su Jesús: retener. Ella quiere encadenarse a Cristo, quiere atarse, quiere sujetarse para que el sostén de su vida sea el Hijo de Dios que ha vencido a la muerte y es el Señor de la historia. Ojalá nosotros seamos como ella: retengamos a Jesús para que no se nos escape. Volvamos al primer amor, a ese momento en el que sentimos hondamente la llamada de Dios que quería compartir su vida con la nuestra. Renovemos ese deseo de vivir siempre a su lado, de no darle la espalda, de no dilapidar los tesoros que nos ha regalado por cosas que no valen nada y nos dejan infelices. Que nuestro llanto nunca sea un llanto estéril, lleno de egoísmo, volcado sobre nuestros caprichos, sino un llanto de amor, el llanto de aquellos que no quieren defraudar a su Dios y desean devolver con amor tantos desvelos de su amado.