La escena del Evangelio de hoy ocurre cuando los discípulos de Emaús llegan al lugar en el que estaban los apóstoles para contarles lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan: ¡cuántas ganas tendrían de abrir sus corazones, de narrarles ese precioso paseo junto al Resucitado, esa conversación tan sobrenatural, esa cena fraterna! Volvían a Emaús tristes y desanimados y regresan a Jerusalén alegres y llenos de empuje apostólico. Están contando su experiencia cuando sucede lo inesperado, porque el Señor se muere de impaciencia por volver a ver a sus apóstoles. Les ama locamente y por eso se presenta en medio de ellos, sin llamar a la puerta, sin pedir permiso, para que puedan contemplarle resucitado. Parece que Cristo estos días no deja tranquilo a nadie: dice san Lucas que los apóstoles quedaron aterrorizados y llenos de miedo porque creían ver un espíritu. ¡Vaya día el del domingo de Resurrección, cuántos sustos y sorpresas! El Señor se presenta con ese “paz a vosotros” que es la manifestación de su cercanía: si Jesús está cerca, tenemos paz. Si no la tenemos, es que debemos acercarnos más a Él y abandonarnos en Él. Es fácil imaginarse la sensación de todos: le vieron flagelado, coronado de espinas, crucificado, maltratado y vilipendiado. No podían apartar de sus mentes y corazones semejante escena. Y ahora aparece vencedor, con gloria, lleno de fortaleza, llevando la delantera, mostrando a las claras su triunfo.

Llama la atención cómo el Maestro desea que sus apóstoles crean a fondo. No le basta con que le vean Resucitado. No quiere arriesgarse a que luego piensen que fue un sueño. Desea fortalecerles la fe y les da todas las pruebas posibles: quiere que le palpen, les muestra las manos y los pies, come delante de ellos. Eso les devuelve la tranquilidad y la alegría. Sienten que Jesús, el de siempre, el amor de sus vidas, vuelve a estar entre ellos. Como amigos. Con sus conversaciones habituales. Llama la atención cómo Jesús no parece tener prisa, no quiere marcharse, desea abrir su corazón, quiere cerciorarse de que los suyos están bien, con esperanza, con ánimo. Quiere darles con las obras esa paz que antes les ha mandado con las palabras. Sería hermoso que en esta Pascua experimentásemos la paz de la cercanía de Cristo: parando un poco, encontrando esos espacios para sentir su presencia, reservando algún momento en nuestras jornadas para dejar que Él invada nuestra alma. Jesús no tiene prisa, como vemos en esta escena. Jesús desea estar contigo, hablarte de corazón a corazón, compartir intimidad. Ojalá para nosotros ese rato que le reservamos sea una bocanada de aire fresco que dé paz a nuestras ajetreadas vidas. La cercanía del Resucitado nos da esa serenidad que tanto necesitamos.