Martes 18-4-2023, II de Pascua (Jn 3,7b-15)

«Dijo Jesús a Nicodemo: “Tenéis que nacer de nuevo”». Este diálogo en la oscuridad de la noche transcurre casi entre susurros. Y es que de noche Dios ha realizado sus mayores obras. De noche creó el mundo, llamando a la luz de entre las vacías tinieblas. De noche sacó a Abraham de su tierra, para que contara estrellas y soñara con una descendencia todavía más numerosa. De noche liberó a los israelitas de la esclavitud del Faraón y les condujo a la libertad de la Tierra Prometida. De noche habló en sueños a los profetas, como Samuel o José. En el silencio de una noche nació Cristo pobre y humilde en un pesebre. Sólo una noche conoció la hora de la resurrección del Señor de entre los muertos. Y él mismo ha prometido que volverá la segunda vez como un ladrón en la noche. De noche actúa Dios.

«Nicodemo le preguntó: “¿Cómo puede suceder eso?” Le contestó Jesús: “¿Tú eres maestro en Israel, y no lo entiendes?”». ¿Cómo es posible nacer de nuevo? ¿Acaso el agua y el Espíritu pueden engendrar una vida nueva? Es de noche, y Jesús está desvelando a Nicodemo el misterio del Bautismo, un misterio de noche, de muerte y de vida. Bautismo significa en griego –lengua original del Nuevo Testamento– “inmersión”, “sumergirse”. Cuando uno se sumerge en el agua y se zambulle por entero queda como sepultado, hundido, cubierto totalmente por las aguas. Por eso, el Bautismo es símbolo de la muerte. Por el Bautismo nos sumergimos realmente en la muerte de Cristo, le acompañamos en su noche, en su paso por la muerte de Cruz. Pero el salir de las aguas implica una experiencia de frescor, de renovación, de vida nueva –“salgo como nuevo”, decimos–. Por eso, el Bautismo es también símbolo de vida. Por el Bautismo la vida de Cristo resucitado nos envuelve y nos abraza, nos metemos realmente en Cristo resucitado que sale victorioso del sepulcro en el nuevo día. En palabras de san Pablo: «Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya» (Rm 6,4-5).

«Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre». Este es el camino de Cristo: bajar del cielo para subir al cielo. Es decir, morir para resucitar. Es este también el camino del cristiano: morir para resucitar, morir para vivir. Y este doble movimiento –así se lo hace ver el mismo Señor a Nicodemo– ya se ha realizado en nosotros por nuestro Bautismo: ya hemos bajado con Cristo a la noche de la muerte, y ya hemos subido con él a la vida del cielo. ¡Ya ha sucedido! San Pablo lo tenía muy claro: «estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo —estáis salvados por pura gracia—; nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con él» (Ef 2,5-6). Jesús habla de noche, pero incluso la noche más oscura acaba cuando llega el día. “Esa estrella que no conoce ocaso y que es Cristo, tu Hijo resucitado, que, al salir del sepulcro, brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos”.