Jueves 20-4-2023, II de Pascua (Jn 3,31-36)

«El que viene de lo alto está por encima de todos». El capítulo tercero del evangelio según san Juan comienza con el diálogo nocturno entre Jesús y Nicodemo. Esta conversación se centra en torno a la llamada de Jesús: «el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios». A lo largo de los días pasados ya hemos ido contemplando como, con ese nacer de nuevo, el Maestro está desvelando el Bautismo. Ahora, después de este encuentro en Jerusalén, «fue Jesús con sus discípulos a Judea, se quedó allí con ellos y bautizaba». Es en este contexto igualmente bautismal donde se sitúan las palabras que escuchamos hoy: «había allí agua abundante; la gente acudía y se bautizaba». Jesús ya había hablado de nacer de nuevo, una expresión que en el original griego se puede traducir también por nacer de arriba, nacer de lo alto. Precisamente es esta misma palabra –«de lo alto»– la que vuelve a aparecer hoy, aplicada esta vez a Cristo: él es el que viene de lo alto, y por eso viene a bautizarnos con la fuerza de lo alto, a hacernos nacer de lo alto, a darnos el poder de ser hijos de Dios. Frente a todos los demás hombres, sabios y poderosos de la tierra –porque «el que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra»–, Jesús es «el que viene del cielo». Por eso está por encima de todos.

«El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida». Igual que en el Bautismo de Cristo sucedió una auténtica teofanía –manifestación– de la Trinidad divina, al hablar del Bautismo cristiano se manifiesta el poder del Padre, del Hijo y del Espíritu. Es el Padre el origen y fuente de toda gracia, amor y misericordia: «Dios envió». El Hijo, que está desde toda la eternidad junto al Padre y «de lo que ha visto y ha oído da testimonio», es el enviado del Padre a los hombres: «habla las palabras de Dios». A su vez, el Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo, es derramado de una manera sobreabundante y desmedida sobre el alma de cada cristiano: «no da el Espíritu con medida». Dios Padre envía, el Hijo da, el Espíritu Santo desborda: he ahí el misterio profundo del Bautismo cristiano. Y nos lo ha regalado a cada uno como un regalo inmerecido. ¡Cuántas veces se nos olvida agradecer el simple hecho de ser cristianos! ¡Somos hijos de Dios! ¡Para siempre!

«El que cree en el Hijo posee la vida eterna». A veces pensamos que la vida cristiana consiste en atravesar este “valle de lágrimas” con la mayor resignación y brevedad posible, con la esperanza puesta en la recompensa que nos espera en el cielo. Así, el tiempo propio de los cristianos sería el futuro. Hoy, penas; mañana, si Dios quiere, alegrías. ¿No hemos oscurecido así el Bautismo? ¿No hemos olvidado que ya hemos nacido de nuevo a una vida nueva? Ya hemos nacido de lo alto, ya somos ciudadanos del cielo, ya gozamos de las delicias divinas, aunque de una forma anticipada, en germen, no en plenitud total. El cristiano vive a medio camino entre las penas de esta vida –que no deja de ser un “valle de lágrimas– y las alegrías del paraíso –del que ya recibe sus primeros frutos–. Jesús lo ha dicho muy claro: ya poseemos la vida eterna. La vida eterna comienza ya ahora en esta vida. Ya ha comenzado, aunque todavía tiene que crecer hasta su plenitud. Con los pies en la tierra, sí, pero con la mirada y el corazón en el cielo.