Domingo 23-4-2023, III de Pascua (Lc 24,13-35)

«Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos». Jesús resucitado se aparece siempre de una manera sorprendente. A quien quiere, como quiere, donde quiere, siempre de una manera nueva y desconcertante. «Me he dejado consultar por los que no preguntaban, me han encontrado los que no me buscaban; he dicho: “Heme aquí, heme aquí” a un pueblo que no invocaba mi nombre» (Is 65,1). Hoy, domingo de Pascua, acompañamos a dos de los discípulos que «iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido». Aquellos dos estaban abatidos, tristes, desesperanzados, porque sus expectativas habían muerto en la cruz. Volvían a su vida anterior con la esperanza de recuperar lo que sabían que era irrecuperable. Pero un misterioso Caminante les sale al encuentro y se pone a caminar con ellos. En este pasaje, san Lucas traza una catequesis preciosa sobre la Eucaristía. En la Misa, comenzamos de pie y cantando porque somos un pueblo que camina por los caminos de este mundo, entre miedos y tristezas, hacia la Patria definitiva que nos espera, el Cielo. Como lo decía san Agustín: «peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, avanza la Iglesia por este mundo». Y en este camino, en cada Misa Jesús nos sale al encuentro y camina con nosotros. Él nos pregunta: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Cristo se interesa por nuestras preocupaciones. Le importamos de verdad. Todo lo nuestro es suyo. De verdad, en la Eucaristía él recoge todas nuestras alegrías y tristezas, gozos y esperanzas, ilusiones y proyectos, para llevarlos al trono de Dios.

«Comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras». ¡Cómo escuchamos como dirigidas también a nosotros ese fino reproche que Jesús dirige a sus amigos! A nosotros, el Maestro también nos podría decir: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?» Es verdad, somos necios y torpes de oído, y tantas veces nos fiamos antes de otras voces de este mundo. Tanto ruido, distracciones y pantallas nos atoran los oídos y somos incapaces de escuchar la voz de Dios. Por eso, necesitamos que Jesús mismo nos explique su Palabra. Necesitamos que él nos hable. Que nos lo recuerde una y otra vez. Porque lo olvidamos… y “tanto va el cántaro a la fuente”… La Eucaristía continúa con la liturgia de la Palabra –las lecturas y la homilía– y es Dios mismo quien nos habla. A ti y a mí, hoy, ahora. Si estamos atentos, oiremos su voz dirigida directamente a nuestro corazón. La Palabra de Dios no es palabra muerta del pasado, sino Palabra viva que me guía y me ilumina en mi camino. Por eso, tantas veces al salir de Misa, nosotros también podemos decir: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».

«Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando». La escena va creciendo en color, fuerza e intensidad. Llegan a la aldea. Jesús quiere seguir su camino. Ellos le apremian: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». Y, en ese momento, san Lucas dice con un realismo inaudito: «Y entró para quedarse con ellos». Cristo entra en su casa, en su intimidad de hogar y mesa. Entonces, a la luz de la lumbre, realiza exactamente los mismos cuatro gestos que cumplió ante sus apóstoles en la Última Cena, tal y como lo narra el mismo evangelista: «tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio». Son los mismos cuatro gestos que el sacerdote conmemora durante la segunda parte de la Misa, en la liturgia Eucarística: toma en sus manos el pan –el ofertorio–; pronuncia una larga oración de acción de gracias y bendición –la plegaria eucarística, que contiene las palabras de la consagración–; lo parte –el rito del Padrenuestro y el Cordero de Dios–; y lo da a sus discípulos –la Sagrada Comunión–. Y, así, a nosotros también «se les abrieron los ojos y lo reconocieron» en el Pan vivo y que da la vida. ¡Cómo no salir corriendo a anunciarlo al mundo entero! Ante nosotros también se obra el mismo milagro. «Levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros. (…) Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan». ¿Con esa alegría salgo de cada Eucaristía?