Siempre me ha parecido que el acontecimiento que se narra hoy en la primera lectura es sumamente actual y también, muy divertido. Actual por dos motivos: la efusión del Espíritu Santo y la conversión del pagano con todos los miembros de su casa; divertido porque si uno lo imagina con detenimiento, la escena tiene aspectos muy cómicos.

El arranque es sumamente violento y no tiene nada de gracioso: a Silas y a Pablo “después de desnudarlos los molieron a palos”, dice san Lucas, autor de los Hechos. Pero a partir de ese momento, en el que entra en escena el carcelero, la cosa cambia. Éste se encarga de encerrar en la mazmorra a los apóstoles y poner los cepos en sus pies. Los presos quedaron bien presos. Pero el Espíritu Santo rompe todos los cepos y abre las puertas de todas las cárceles. Es el Espíritu de “el Libre”, el Espíritu de los libres, y cuando los apóstoles se ponen a cantar himnos y salmos, como hacemos tantas veces hoy en la liturgia o en la oración comunitaria, se derramó con fuerza y poder sobre la cárcel, haciendo que esta temblara en sus cimientos. Los presos quedaron completamente libres.

Aquí es donde aparece el otro momento sorprendente, al imaginarse el carcelero que los presos se le habían escapado y consciente de las consecuencias que esto le iba a acarrear, se disponía a quitarse la vida. Pero Pablo le conminó a que se detuviera porque todos los presos estaban ahí, nadie se había escapado. Y tampoco le iban a hacer daño. No era lo que se preveía que iba a suceder sino algo inaudito. No había deseo de revancha ni odio contra él. Esta novedad le dejó tan sorprendido que se dio cuenta de que la enseñanza de Pablo y Silas tenía autoridad y preguntó qué tenía que hacer para salvarse. Los apóstoles le explicaron la Palabra de Dios y le invitaron a creer. El final es sumamente feliz, se bautizaron él y todos los suyos y celebraron una comida familiar.

Este Espíritu de libertad es el que Jesús anuncia que va a enviar a los suyos después de su resurrección y al que llama “paráclito”, es decir “defensor·. Es tan conveniente este envío que Jesús les llega a decir que se deberían alegrar de que él se fuera para que así pudiera realizarlo. Y cómo tuvieron que resonar esas palabras en los oídos de los discípulos, qué absurdo pensar que se pudieran alegrar de su partida, después de aquellos tres inolvidables años de vida pública, después de haberlo abandonado todo por seguirlo.

Jesús explica en qué consiste la misión del Espíritu: convencer al mundo, es decir a todos los hombres. Y podríamos preguntarnos de qué tiene el mundo que convencerse. Jesús responde, tres cosas, tres certezas que debemos tener: un pecado, una justicia y una condena.

El pecado es no haber creído en Él. La justicia es que el Padre glorifica al Hijo y después de resucitarlo lo sienta a su derecha como rey y juez. La condena es que el demonio, príncipe de este mundo ha sido vencido. Que viéndolo no ya en teoría sino en acción concreta es lo que podemos ver en la primera lectura. El pecado es no creer en Jesucristo ni en aquellos que Él envía en nombre suyo y por eso los hieren y apresan en la cárcel. La justicia es que los reos son inocentes y los presos liberados. Es el poder de la victoria de Cristo, la fuerza de su resurrección. Y la condena, sorprendentemente, no recae sobre los culpables, los pecadores, sino que le corresponde al que desde el principio se rebela contra Dios e intenta destruir su obra. No hay mayor condena para Satanás que ver salvada a una familia entera que ha confesado la fe en Jesucristo.