Santos: Bernardino de Siena, confesor; Basilisa, virgen y mártir; Teodoro, Anastasio, Hilario, Colmán, Peregrino, Austregisilo, Lucífero de Cagliari, obispos; Amalberto, confesor; Basila, Sofía, Plautila, Saturnina, vírgenes; Baudelio, Aquila, Alejandro, Asterio, Taleleo, Áurea, Timoteo, Polio, Eutiquio, mártires; Etelberto, rey

Uno de los predicadores populares más efectivos del siglo xv, si no el que más. Su campo de acción fue Italia; su tema, Jesucristo Salvador del Hombre; su público, el pueblo; sus armas secretas para la conversión, la oración, la mortificación y la devoción a la Virgen Santísima.

Nació en 1380 en Massa, cerca de Siena, pertenecía a la notable familia de los Albieschi. Se hizo franciscano en el 1402; en el 1404 recibió el Orden Sacerdotal y los superiores lo pusieron a predicar. Pero aquello era poco menos que imposible; no le ayudaban ni la salud física, ni las cualidades humanas, ni la voz, ni los modos; era un verdadero tostón quedarse a oírle uno de sus sermones. Y así pasaron doce años. No extraña que se le viera como guardián del convento de Fiésole.

En 1417 se produjo un cambio notable cuya causa fue sobrenatural: le pareció escuchar la orden divina de marchar a predicar la Lombardía y no hubo nada que objetar. Es el comienzo como predicador de las masas del pueblo, dejándose llevar del amor a Jesucristo. Predica la Cuaresma entera en la iglesia principal de Milán con un fuego difícil de describir: Hay un algo extraordinario en sus palabras que llegan al pueblo, calan hondo en la cabeza y mueven la sensibilidad, con fruto de abundantes conversiones. En 1419 repite en Milán, luego serán Bérgamo, Como, Placencia, Brescia. Le da igual organizar una misión, predicar de noche que de día, o salir al paso con un sermón de circunstancia. El fin al que orienta siempre su prédica es la transformación de las costumbres y la reforma de vida.

Sintetizó el contenido de su predicación en un anagrama –JHS (Iesus, Hominis Salvator)– que llevaba colgado sobre el pecho, y lo mandaba pintar en carteles, estampas, rótulos en los testeros de las iglesias, en las casas municipales y hasta en las particulares.

Las voces se corren y le llueven las peticiones de Mantua, donde además de predicar se despertó como taumaturgo, de Venecia donde fundó una cartuja y un hospital para infecciosos, de Verona donde resucitó a un hombre muerto en accidente, y de tantos y tantos sitios más.

El culmen de éxito como predicador popular lo tiene en Vicenza; no fueron suficientes los templos, se hizo necesario utilizar las plazas descubiertas porque llegaba a congregar su audiencia a siete, diez, quince y hasta veinte mil cristianos de carne y hueso. Como en Ferrara; aquí la apoteosis le dio oportunidad de meterse a fondo contra las diversiones pecaminosas del tiempo, que los cristianos frecuentaban para su desvío.

Pero parecía imposible que un hombre con natural débil y enfermizo pudiera llevar una vida tan dura, de verdadero ascetismo. No había más remedio que pensar en el amor a Jesucristo que le empujaba a una búsqueda apasionada de la oración. Porque no siempre fueron masas carentes de instrucción, sencillas y enfervorizadas, las que escucharon su ardiente palabra; el verano que predicó en Florencia terminó con hogueras encendidas donde las ilustres damas fueron a quemar sus joyas y los objetos de vanidad más estimados; la cuaresma de Bolonia, en declarada rebeldía contra el papa Martín V, transformó la ciudad; y lo mismo puede decirse de la respuesta penitente de las gentes de Viterbo y de Siena, su querida patria chica, rota por terribles divisiones, porque los güelfos no podían entenderse con los gibelinos. Acompañado siempre del hermano Vicente, lograba la comunicación con el auditorio; su hablar era risueño y violento, familiar y tempestuoso, colorista y duro; llevaba de modo natural e irresistible lo mismo a la risa que al llanto, lanzaba diatribas terribles contra los vicios –usura, despilfarro, vanidad, lujuria, impiedad–, y levantaba a la gente hasta la misericordia de Dios, siempre dispuesto al perdón del arrepentido, sin meterse en política y sin censurar en público a ninguna autoridad.

No le faltaron dificultades que curiosamente provenían de los estamentos clericales. Sospechoso de herejía, tuvo que presentarse ante el papa Martín V, en el 1447, acusado de predicar novedades, de emplear medios extraños, de una rara devoción a Jesús-Hombre como índice de dudosa doctrina, expresada en el anagrama que cada vez se popularizaba más hasta el punto de que la gente corriente lo plasmaba en los comienzos de las cartas y de los escritos. Su discípulo Juan de Capistrano aclaró ante el papa la situación y le sirvió de defensa. La respuesta no se hizo esperar: los de Siena quisieron hacerle obispo, lo pidieron y el papa lo concedió, pero Bernardino se negó; se quedó en Roma predicando por espacio de ochenta días con el mismo éxito; después serán Toscana, Marca de Ancona, Lombardía y Romaña las tierras que se beneficiarán de una predicación con éxitos sin precedentes.

La última etapa de su vida hizo que tuviera que disminuir la predicación porque lo hicieron Vicario General de los conventos de la Observancia franciscana, reforma profundamente solicitada por los papas. Aun así, le quedó tiempo para predicar la palabra de Dios –con su rabioso grito contra el pecado– de nuevo en Milán y en Padua; cuando se encaminaba a predicar la fascinante misericordia de Dios a Nápoles, le visitó la muerte el 20 de mayo de 1444.

Lo canonizó el papa Nicolás V, el 24 de mayo de 1450, solo seis años más tarde.

Aunque estoy convencido de que los éxitos son siempre de Dios, me da gusto pensar en lo que un hombre así hubiera hecho con los medios y técnicas de nuestro tiempo.