Cuando el Señor se refiere a los suyos, a los once, le dice al Padre, “guárdalos”. Qué expresión más bonita. Las cosas valiosas se guardan, se cuidan, se protegen. A las personas se las mima. Me gustan las casas en las que los anfitriones te enseñan “las cosas que guardan”. El otro día cené con amigos y él me dice, “no me digas por qué, pero ese cuadro me lo compré hace más de veinticinco años. Lleva en esa pared compartiendo mi vida todo este tiempo. Me gustan esos azules, porque muestran una ciudad mucho más triste, como pasada por el agua de la lluvia”.

Todo lo que se guarda se valora porque forma parte del propio historial. Hay matrimonios que llevan más de cincuenta años casados y conservan las cartas que se escribían de novios. Estas costumbres ya nos suenan añejas, ahora se mandan fotos que duran quince segundos en pantalla. Hemos perdido los soportes, el vinilo, el cd, el libro, la carta, el sello… Para el Señor los soportes son imprescindibles, porque toda la materia nació de sus manos. La savia del árbol está envuelta en corteza, en esa fronda que funciona como la piel del ser humano. Cuando el Señor hablaba con Pedro y le pedía que lo amara, le miraba a los ojos, no quería sólo su alma, quería ver la reacción de sus ojos de pescador curtido, aquellos ojos que se encontraron con su Señor la noche en que el primer Papa aseguró no conocerlo. Juan se recostaba en el regazo del Señor, lo suyo no era un encuentro de lejos, sino de roces, de trato.

Hace muchos años, yo era por entonces un adolescente que se asomaba al mundo del cine, vi una película política protagonizada por Silvester Stallone, se llamaba “El símbolo de la fuerza”. La historia es muy larga y no viene a cuento. El caso es que en un momento dramático, el marido tiene un compromiso importante y su mujer le da un beso inesperado. Él, sorprendido y complacido, le dice, ¿y eso a qué ha venido? Y ella añade, no sé, será el calor. Y el marido le responde, conserva ese calor.

Quizá no tengamos otra cosa que hacer en la vida que conservar el calor que nos ha llegado al pecho desde el momento que Cristo ha hecho aparición en nuestra vida. ¿Qué otra cosa si no reprocha el Señor en el extrañísimo libro del Apocalipsis, cuando dice “te reprocho que has perdido el amor primero”? Es decir, no has sabido conservar la pureza de un amor mantenido en el tiempo. ¿Qué hacen los esposos sino conservar la promesa que se hicieron, adornándola de mil detalles?

Mira tu casa y defínete por lo que conservas. Si tu casa se parece a una roulotte de zíngaro, donde todo es provisional, mírate por dentro y asegúrate que no te pase lo mismo. Ya que de la conservación viene la amistad y viene el vínculo.