Comentario Pastoral

SIMBOLISMO BíBLICO DE LA VIÑA

La viña para la Biblia es un símbolo transparente de Israel y de su historia con su trama de bien y de mal, de fe e infidelidad, El «canto con la viña» del profeta y poeta Isaías que se lee como primera lectura en este domingo vigésimo séptimo, es una de las piezas líricas antiguas más impresionantes, que conserva hoy toda su belleza y vigor. Este canto otoñal, compuesto probablemente para la fiesta de la vendimia, tiene una fuerza de expresión que hay que entender en clave matrimonial. Junto a expresiones de amor total encontramos lamentos desilusionados.

La viña tiene algo de misterioso y su fruto regocija a dioses y a hombres. La presencia de viñedos es signo de la bendición de Dios, que es presentado en muchos textos bíblicos como esposo y viñador. La viña es imagen de sabiduría, de fecundidad, de riqueza, de esperanza, de sosiego, de alegría. Por eso el israelita devoto siempre le consoló recordar que Noé, el justo, plantó una viña en una tierra que Dios prometió no volver a maldecir ni castigar.

La viña evoca siempre la esperanza. «¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?». Las uvas que Dios espera de su pueblo, viña escogida, son frutos de justicia y no la agria vendimia de sangre derramada.

Donde se entiende perfectamente el canto de Isaías es en la parábola de Jesús sobre los viñadores homicidas. El propietario es Dios; los labradores que arriendan la viña representan al pueblo hebreo; los criados enviados son los profetas; el hijo del dueño es Cristo. La historia del pueblo elegido es una secuencia de rechazos, de negaciones, de delitos, que revela el misterio del pecado y de la incredulidad humana. Pero el nuevo Israel, que es la comunidad cristiana, se identifica con los fieles hebreos, que escucharon la voz de los profetas y creyeron. Los labradores de la viña que entregan los frutos a su tiempo son los que obran con justicia y defienden el derecho sin asesinatos ni lamentos. La injusticia es la respuesta negativa que el hombre da a la esperanza y confianza que Dios ha depositado en él.

No deja de ser sorprendente que Dios mismo, propietario de la viña, haya plantado la cepa auténtica que es Jesús. Podado en la cruz, ha dado el fruto generoso de la salvación, derramando el vino de su sangre, prueba definitiva de amor. Él es la vid verdadera y sus discípulos los sarmientos fecundos que llevan fruto abundante.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 5, 1-7 Sal 79, 9 y 12. 13-14. 15-16. 19-20
San Pablo a los Filipenses 4, 6-9 San Mateo 21, 33-43

 

de la Palabra a la Vida

El relato del evangelio de hoy es una alegoría que cautiva por el procedimiento tan aparentemente natural según el cual se van desarrollando los acontecimientos que Jesús narra en su historia. Cualquier judío que escuchara el comienzo del relato de Jesús llevaría necesariamente su pensamiento al canto de la viña que hemos escuchado en la primera lectura, Is 5. La cerca el lagar, la torre… no hay duda, estamos hablando de aquel relato. Cualquier judío también podía entender lo que nosotros hemos reconocido al escuchar el salmo: «La viña es la casa de Israel». Es una imagen clásica para hablar del pueblo elegido y del dueño de la viña, aquel que ha cuidado de su pueblo de forma providencial. Sí no se habla de un viñador terreno, sino de Dios y de Israel, por eso se considera un relato de género alegórico.

El envío de los siervos a la viña es realmente dramático: de forma que parece inevitable, los siervos van siendo alternativamente maltratados, sin que su referencia al dueño de la viña les asegure protección y vida, sino que, al contrario, provoca en ellos odio y muerte. No hay duda: son los profetas y el destino que han ido padeciendo. Los del primer envío y los del segundo, es decir, los profetas antiguos pero también los recientes, experimentan ese maltrato de parte de los que tendrían que reaccionar acogiendo con alegría la llegada de los siervos y reaccionan con odio y una actitud cada vez más depravada y ofensiva.

El envío del hijo es, en realidad, el envío del Hijo. Primero expulsado, después muerto fuera de la ciudad, aludiendo así a cómo tenía también que morir Jesús fuera de Jerusalén, le dan ya un matiz claramente cristológico al relato. Por eso, como la piedra rechazada es ahora la piedra angular, Cristo, el Hijo, tendrá que padecer el mismo rechazo para poder ser reconocido como piedra angular. Al final, después de haber experimentado el asombro ante la paciencia del dueño, ante la esperanza sin fundamento de los trabajadores y la trágica muerte del heredero, podemos encontrar una rebeldía que será respondida de forma oportuna y misteriosa por el dueño: ¿qué significa arrendar la viña a otros? Significa que no sólo el pueblo de Israel tiene acceso a la viña, a la salvación de Dios, a ser parte del pueblo de Dios. Ellos no han acogido la palabra que se les ha ofrecido de tantas formas y en tantas personas.

Para nosotros sería torpe quedarnos en la crítica al pueblo de Israel: necesitamos mirar también nuestra actitud ante lo que se nos ha dado, ante los derechos que nos creamos por causa de nuestra fe y ante la capacidad de obediente escucha de la Palabra de Dios que se nos ofrece. Dios cuida de su Iglesia con auténtico amor, con un mimo que se manifiesta en tantos y tantos detalles que reclaman de nosotros un corazón dispuesto a acoger, no tanto a exigir. El que se acostumbra a lo que tiene se vuelve exigente, lleno de derechos, y a la vez ciego para valorar la realidad sobre quiénes somos y todo lo que se nos ha dado. Quizá podría servirnos este evangelio para valorar la salvación y cómo la acogemos. Si la hacemos a nuestra manera o si la acogemos con humildad. Si queremos distribuirla a nuestro gusto (y nuestro gusto puede ser retenerla sin más, conformarme a no comunicarla) o por el contrario hacer partícipes a otros. La Iglesia en sí ya es signo evidente de lo que Dios espera: que acojamos al Hijo para que vivamos juntos en su casa.

Diego Figueroa



al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Con la alabanza que a Dios se ofrece en las Horas, la Iglesia canta asociándose al himno de alabanza que perpetuamente resuena en las moradas celestiales, siente ya el sabor de aquella alabanza celestial que resuena de continuo ante el trono de Dios y del Cordero, como Juan la describe en el Apocalipsis. Porque la estrecha unión que se da entre nosotros y la Iglesia celestial se lleva a cabo cuando «celebramos juntos, con fraterna alegría, la alabanza de la divina majestad, y todos los redimidos por la sangre de Cristo, de toda tribu, lengua, pueblo y nación, congregados en una misma Iglesia, ensalzamos con un mismo cántico de alabanza al Dios uno y trino».

Esta liturgia del cielo casi aparece intuida por los profetas en la victoria del día sin ocaso, de la luz sin tinieblas: «Ya no será el sol tu luz en el día, ni te alumbrará la claridad de la luna; será el Señor tu luz perpetua». «Será un día único, conocido del Señor; sin día ni noche, pues por la noche habrá luz». Pero hasta nosotros ha llegado ya la última de las edades, y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente. De este modo la fe nos enseña también el sentido de nuestra vida temporal, a fin de que unidos con todas las creaturas anhelemos la manifestación de los hijos de Dios. En la Liturgia de las Horas proclamamos esta fe, expresamos y nutrimos esta esperanza, participamos en cierto modo del gozo de la perpetua alabanza y del día que no conoce ocaso.


(Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 16)

 

Para la Semana

Lunes 5:
Témporas de acción de gracias y de petición. Feria mayor.

Dt 8,7-18. Dios te da la fuerza para crearte estas riquezas.

Salmo: 1Cr 29,10-12. Tú eres Señor del universo.

2Co 5,17-21. Os pedimos que os reconciliéis con Dios.

Mt 7,7-11. Quien pide, recibe.
Martes 6:

Gal 1,13-24. Se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo revelara a los gentiles.

Sal 138. Guíame, Señor, por el camino eterno.

Lc 10,38-42. Marta lo recibió en su casa, María ha escogido la mejor parte.
Miércoles 7:
Nuestra Señora, la Virgen del Rosario. Memoria.

Gal 2,1-2.7-14. Reconocieron el don que he recibido.

Sal 116. Id al mundo entero y proclamad el evangelio.

Lc 11,1-4. Señor, enséñanos a orar.
Jueves 8:

Gal 3,1-5. ¿Recibisteis el Espíritu por observar la Ley o por haber respondido a la fe?

Salmo: Lc 1,69-75. Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado a su pueblo.

Lc 11,5-13. Pedid y se os dará.
Viernes 9:

Gal 3,7-14. Son los hombres de la fe los que reciben la bendición con Abraham el fiel.

Sal 110. El Señor recuerda siempre su alianza.

Lc 11,15-26. Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros
Sábado 10:

Gal 3,22-29. Todos sois hijos de Dios por la fe.

Sal 104. El Señor se acuerda de su alianza eternamente.

Lc 11,27-28. ¡Dichoso el vientre que te llevó! Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la Palabra
de Dios!