Comentario Pastoral


ELOGIO DEL BAUTISMO

Sobre el Bautismo se han escrito muchos libros desde una óptica teológica, litúrgica, espiritual y pastoral: no es de extrañar, pues toda la vida cristiana se construye, se desarrolla y se consuma a partir del bautismo.

Los Padres de la Iglesia escribieron páginas imborrables basándose en los ritos de la liturgia bautismal y comentando las palabras de la Escritura que los inspiran. Quizá uno de los más bellos textos, que data del siglo cuarto, corresponde a San Gregorio Nacianceno. Volver a leer y meditar hoy este venerable y maravilloso texto es beber el agua más pura de la tradición de la Iglesia. Su síntesis sobre el bautismo es difícilmente superable: «El bautismo es un resplandor para las almas, un cambio de vida, el obsequio hecho a Dios por una conciencia bondadosa. El bautismo es una ayuda para nuestra debilidad.

El bautismo es el desprendimiento de la carne, la obediencia al Espíritu Santo, la comunión con el Verbo, la restauración de la criatura, la purificación del pecado, la participación de la cruz, la desaparición de las tinieblas. El bautismo es un vehículo que nos conduce hacia Dios, una muerte con Cristo, el sostén de la fe, la perfección del espíritu, la llave del reino de los cielos, el cambio de la vida, el fin de nuestra esclavitud, la liberación de nuestras cadenas, la transformación de nuestras costumbres. El bautismo es el más bello y el más sublime de los dones de Cristo.

Nosotros lo llamamos don, gracia, bautismo, unción, iluminación, vestido de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo que hay de más precioso. Don, porque se confiere a aquellos que nada aportan; gracia, porque se da incluso a los culpables; bautismo, porque el pecado queda sepultado en el agua; unción, porque es sagrado y real como son los ungidos; iluminación, porque es luz brillante; vestido, porque cubre nuestra vergüenza ; baño, porque lava; sello, porque nos guarda y porque es manifestación del señorío de Dios».

En las palabras antecedentes, plenas de simbolismo, de espiritualidad y de hondura teológica, queda patente la importancia y el valor del bautismo cristiano, que es anuncio eficaz de la salvación que nos ha sido ofrecida por pura iniciativa de Dios.

Hoy todos los bautizados deberíamos recordar que Jesús descendió hasta las aguas del Jordán y recibió el bautismo de Juan, para que nosotros podamos subir y alcanzar la liberación del mal por medio de la efusión purificadora del Espíritu.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Isaías 42, 1-4. 6-7 Sal 28, 1a y 2.3ac-4.3b y 9b-10
Hechos de los apóstoles 10,34-38 san Marcos 1, 7-11

 

de la Palabra a la Vida

En su breve relato del bautismo de Jesús en el Jordán, san Marcos dibuja un relevo en la misión, en la que el testigo pasa de Juan a Cristo por la unción en el Jordán. Juan ha terminado prácticamente su misión: «viene otro…» Ese otro es Cristo, que recibió el bautismo en oración y con Él el don del Espíritu, para poder decir de Él lo que el profeta Isaías anunciaba en la primera lectura: «Mi siervo, mi elegido, sobre el que he puesto mi Espíritu».

A partir de ahora, de hecho, el bautismo será eso: recepción del don del Espíritu. Si Juan por el agua invitaba a la conversión, Jesús por el agua y el Espíritu transforma al hombre, por acción divina. La presencia del Señor hace así, lo hemos visto durante la Navidad, es activa, salva, santifica. El Espíritu que da testimonio del Mesías, que reconoce, desde el principio del evangelio, quién es Jesús y a qué viene, marcará a los hijos de Dios para que vivan una vida nueva. De esta forma, no es solamente que el Espíritu actúe en nosotros en nuestro bautismo y que hoy sea un día oportuno para dar gracias infinitas a Dios por semejante don, sino que también Cristo recibe el don del Espíritu que le capacita para la misión, para ser el siervo de Dios.

Cristo ofrece en las aguas santificación a los hombres y estos pueden responder con una vida nueva. En ella, «mi fuerza y mi poder es el Señor», no es mi acción, no es mi planificación, no es mi astucia o mi memoria, sino que es el Señor. Es más, «él fue mi salvación», no lo fue mi perfección, ni mi inteligencia ni mi buen hacer, sino que lo fue el Señor.

Nuestra vida se encuentra en adelante marcada por el bautismo de Cristo, en el que se ha despojado de su poder para dárnoslo a los hombres, pero de tal forma que sólo es accesible para nosotros si reconocemos de dónde viene. Por eso, del mismo modo que Jesús acoge su misión salvadora mesiánica de forma pública en el Jordán, el hombre está llamado desde su bautismo a reconocer la función mesiánica de Cristo.

En su bautismo representa visiblemente que Él va a cargar, por el don del Espíritu, con los pecados de todos, y que estos le van a conducir a la muerte. Jesús no acepta su entrega salvadora al final de su misión, en Getsemaní, como algo que aparece por sorpresa: Jesús entra en las aguas del Jordán para manifestar que acoge la muerte expiatoria, obediente al Padre, para nuestra salvación. El consentimiento libre, humilde, humano, de Cristo encuentra aquí el reflejo del sí de su madre al ángel. No es que el Hijo haya aprendido a obedecer, es que ha aprendido de su madre. Cuando la Iglesia entra en la celebración litúrgica se sumerge con ese mismo espíritu en las aguas del Jordán: allí asume con humildad y por la gracia la misión salvadora del mundo, su colaboración en la obra de Cristo.

¿Puedo experimentar yo también mi deseo de entregarme como Cristo cuando celebro la liturgia en la Iglesia? ¿Puedo reconocer que recibo el don del Espíritu en los sacramentos para participar de su entrega? En su bautismo Cristo manifiesta su capacidad para acoger la voluntad del Padre. La que ha acogido durante treinta misteriosos y ocultos años.

Ahora, en la celebración de la Iglesia, yo soy llamado a hacer lo mismo, para ello se me da el Espíritu Santo. El Mesías se manifiesta ante el mundo como el que salva a los hombres introduciéndolos en su misterio, en su obra salvadora. Así, por el bautismo, no hay ofensa, violencia, decepción o pandemia, que nos separe en delante de la compañía salvadora de Jesús por el Espíritu.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

Los Laudes, como oración matutina, y las Vísperas, como oración vespertina, que, según la venerable tradición de toda la Iglesia, son el doble quicio sobre el que gira el Oficio cotidiano, se deben considerar y celebrar como las Horas principales.

Los Laudes matutinos están dirigidos y ordenados a santificar la mañana, como salta a la vista en muchos de sus elementos. San Basilio expresa muy bien este carácter matinal con las siguientes palabras: «Al comenzar el día oramos para que los primeros impulsos de la mente y del corazón sean para Dios, y no nos preocupemos de cosa alguna antes de habernos llenado de gozo con el pensamiento en Dios, según está escrito: «Me acordé del Señor y me llené de gozo» (Sal 76, 4), ni empleemos nuestro cuerpo en el trabajo antes de poner por obra lo que fue dicho: «por la mañana escucharás mi voz, por la mañana te expongo mi causa, me acerco y te miro» (Sal. 5, 4-5)».

Esta Hora, que se tiene con la primera luz del día, trae, además, a la memoria el recuerdo de la resurrección del Señor Jesús que es la luz verdadera que ilumina a todos los hombres (c£ Jn 1, 9) y «el sol de justicia» (Mat 4, 2), «que nace de lo alto» (Lc 1, 78). Así se comprende bien la advertencia de San Cipriano: «Se hará oración a la mañana para celebrar la Resurrección del Señor con la oración matutina.

(Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 37-38)

 

Para la Semana

 

Lunes 11:

Hb 1,1-6. Dios nos ha hablado por el Hijo.

Sal 96. Adorad a Dios, todos sus ángeles.

Mc 1, 14-20. Convertíos y creed la Buena Noticia.
Martes 12:

Hb 2,5-12. Dios juzgó conveniente perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación.

Sal 8. Diste a tu Hijo el mando sobre las obras de tus manos.

Mc 1, 21-28. Les enseñaba con autoridad
Miércoles 13:

Hb 2,14-18. Tenía que parecerse en todo a sus hermanos para ser compasivo y pontífice fiel.

Sal 104. El Señor se acuerda de su alianza eternamente.

Mc 1, 29-39. Curó a muchos enfermos de diversos males.
Jueves 14:

Hb 3,7-14. Animaos los unos a los otros mientras dure este «hoy».

Sal 94: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis el corazón».

Mc 1, 40-45. La lepra se le quitó y quedó limpio
Viernes 15:

Hb 4,1-5.11. Empeñémonos en entrar en aquel descanso.

Sal 77. No olvidéis las acciones de Dios.

Mc 2, 1-12. El Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados.
Sábado 16:

Hb 4,12-16. Acerquémonos con seguridad al trono de gracia.

Sal 18. Tus palabras, Señor, son espíritu y vida.

Mc 2, 13-17. No he venido a llamar justos, sino pecadores.