Santos: Isabel, reina de Portugal, Valentín de Berriochoa, obispo y mártir; Alberto, Andrés de Creta, Albino, Antonino, Asclepia, confesores; Aureliano, Laureano, Teodoro, Ulrico, Elías, Flaviano, obispos; Elías, Flaviano, Jocundiano, Inocencio, Sebastián, Nanfanión, Lucitas, mártires; Procopio, abad; Berta, eremita; Oseas, Ageo, profetas.

La hija de don Pedro III de Aragón y de la reina doña Constanza fue una de las mujeres más perfectas de la Edad Media; supo cumplir ejemplarmente –y hasta conciliarlos– los deberes de esposa, de madre y de reina en una muy agitada vida peninsular con difíciles entresijos políticos, religiosos, militares, sociales y humanos.

Su vida se entresaca de dos fuentes principales: la primera, anónima de un autor contemporáneo, se llama «El libro que habla de la buena vida que hizo la reina de Portugal doña Isabel de Portugal» y la segunda es «Crónica de los siete primeros reyes de Portugal».

Como datos firmes tenemos que nació a principios del 1270, sin que se pueda decir con exactitud el lugar, que se casó con el violento don Dionís de Portugal cuando solo tenía 12 años y que con veinte tuvo a su hijo Alfonso IV –bien llamado el Bravo–, amor y cruz de su existencia.

Su hijo contempló las repetidas infidelidades del padre –esas que su madre llevaba en silencio–; fueron tantas y de talante tan innoble que llegó a aborrecer el hijo al padre y a tratarle como un extraño. Isabel fingía no saber nada de los desvaríos de don Dionís, vivía medio abandonada de su marido, que parecía arrepentirse de sus pecados y los tapaba como podía, pero a Isabel le tocaba cuidar de los hijos bastardos de su esposo.

Las fuentes la muestran siempre con talante de mujer enérgica, tenaz, con espíritu equilibrado, sentido de justicia y una inmensa bondad. Y así ha quedado en la memoria del pueblo, que la llama la Reina Santa. ¡Todo un monumento vivo a la paciencia!

Muchas veces intentó mediar –y medió– en innumerables problemas políticos; sobre todo los que tenía don Dionís con su hermano y con su hijo rebelde. Por eso se la ve tan clara como exigente ante el rey a la hora de hablar, sin ceder nada en el respeto que debía como esposa a su marido ni callar de qué parte estaban el derecho y la verdad. Fue esa actitud la que le llevó a verse desterrada lejos de don Dionís. Medió en Coimbra entre las tropas del hijo y las del padre, pidiendo el arbitraje de un juez, para eliminar el peligro inmediato de guerra. Y junto a Lisboa, donde atravesó en solitario las líneas enemigas, disfrazada y montada en una mula, para evitar una inútil batalla, hablando personalmente y volviendo a dar respuestas entre los dos responsables directos que eran el hijo y el padre.

Cuando enfermó don Dionís, lo llevaron a Santarem; Isabel estuvo junto a la cabecera de su marido hasta que entregó el alma a Dios, y ella misma le dio personalmente los cuidados que iba necesitando.

Ya viuda (1325), quiso vestir el velo blanco y el hábito de las clarisas; así cumplía un antiguo deseo conocido por su hijo y por su confesor, fray Juan de Alcami, sin que hiciera profesión de votos religiosos y manteniendo lo que eran sus propiedades. Con ellas construyó monasterios, como el de las clarisas de Coimbra, en donde tomó parte dando orientaciones personales concretas a pie de obra. Con sus propios bienes atendió a los pobres mostrando inagotables caridades, construyó hospitales, y gustaba de dotar a las mozas pobres con una generosidad exquisita a la hora del casamiento. Daba de lo suyo.

No faltó la cita que dictaba la moda del tiempo al hacer su peregrinaje con bordón y esclavina a Santiago de Compostela; allí ofreció al santo la mejor de sus coronas y otros ricos presentes.

Como corrían las voces de que iba a estallar la guerra entre don Alfonso IV, ya rey de Portugal, contra el rey de Castilla –los jefes de ejército eran su hijo y su yerno–, se puso camino de Estremoz, agotada por ayunos y penitencias, y con fama de santidad, para intentar la mediación que ya se había hecho habitual en su vida. Enfermó gravemente con los calores de aquel terrible verano seco. Y hasta dicen que bien pudo ser la Virgen aquella Señora que vio pasar cuando estaba tan enferma; eso que algunos llaman sueño, otros visión, y los listillos delirio por la fiebre; en fin, algo que solo sabremos en el cielo. «Confesó, recibió con muchas lágrimas el cuerpo de Dios», volvió a la cama para seguir rezando y acabar así su tiempo. Fue en el castillo de Estremoz el 4 de julio de 1336.

Tras un viaje de siete días depositaron su cuerpo muerto en el convento de Santa Clara de Coimbra, Santa Clara-a-Velha. Allí hubo milagros; unos legendarios y otros ciertos.La canonizó el papa Urbano VIII, confirmando la antigua voz del pueblo, el 25 de mayo de 1625.

La que llaman Reina Santa, incansable en el logro de la paz y en obras de misericordia, es Patrona de Coimbra y de todo Portugal.