El evangelio de hoy nos deja transpuestos. Los discípulos de Jesús no han sido capaces de curar a un niño lunático y Jesús parece que se enfada cuando se lo dicen. ¿Por qué se enfada? El Señor les recrimina su falta de fe y los llama “¡generación incrédula y perversa!” Son palabras duras. Pero el Señor, que en seguida cura al niño, nos recuerda que él tiene poder.

Quizás debajo de esta historia se esconde que nadie tenía especial confianza en el poder del Señor. Quizás también una corrección a una idea falsa de la fe. Quizás pensaron que expulsar demonios era un simple arte que se aprende. En cambio Jesús nos recuerda que la fe siempre nos vincula con él. De hecho la fe, más que un poder personal, es una situación de absoluta indefensión. Es confiarlo todo al Señor porque sabemos que nosotros no podemos nada. De esa manera quedamos siempre abiertos al milagro. No prevemos un resultado ni convertimos nuestra relación con Dios en un procedimiento. Resulta curioso que los discípulos pregunten después al Señor por qué ellos no pudieron echar ellos al demonio. ¿De dónde pensaban que les venía ese poder? ¿creyeron, quizás, que bastaba con repetir las palabras y los gestos que en otras ocasiones habían visto realizar al Señor? Jesús les recuerda que tenían poca fe. De alguna manera la fe es como el punto de apoyo. Arquímedes dijo: “dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Sin la fe nuestro esfuerzo es vano. La fe nos coloca siempre en la fuerza del Señor.

Jesús añade después que si tuviéramos fe como un grano de mostaza podríamos mover montañas. Tomás Moro señala que no hemos de dejar que nuestra fe se debilite. Al contrario, debemos plantarla en nuestra alma y dejarla crecer. Entonces se hará grande como el arbusto del que habla Jesús en otra parábola y comenta “con una firme confianza en la palabra de Dios, trasladaremos montañas de aflicción, mientras que cuando nuestra fe es débil, no desplazaremos ni siquiera un puñado de arena”.

Del evangelio de hoy aprendemos que hemos de tomarnos en serio nuestra relación con el Señor. La fe es la llave que nos da entrada a su intimidad. La fe supone, continuamente, renunciar a nuestro punto de vista par intentar descubrir la mirada de Jesús. Al mismo tiempo por la fe deponemos nuestras armas y queremos ser sólo, instrumentos dóciles del Señor. Sí, no está en nuestro poder, sino en su fuerza.