Cuando los peregrinos a Tierra Santa hacen su entrada en la ciudad de Jerusalén por el monte de los olivos, a mitad de la falda del monte, se encuentran con una capilla pequeña denominada “Dominus Flevit” ( El Señor lloró). Aquella iglesia con forma de lágrima recuerda el pasaje de Lucas en el que Jesús al contemplar la ciudad santa lloró.

Todavía impresiona mas cuando uno entra en su interior. No hay retablo sino una gran cristalera desde la que se ve Jerusalén. ¡Aquella fue la contemplación de Jesús! Pero lo que Jesús contempló no fue sólo una ciudad bella. Sus lágrimas no fueron de emoción ante la belleza de una ciudad. La mirada de Jesús fue más profunda. Contemplando aquella ciudad contemplaba a cada uno de sus habitantes y a cada uno de los habitantes del mundo. Contemplaba la ingratitud de tantos que no acogen ni acogerán su persona. Sus lágrimas, por tanto, son lágrimas de dolor, de pena. Este pasaje del evangelio nos muestra cómo late el Corazón de Jesús. Podríamos decir que el Señor contempla con el Corazón.

Esta experiencia la han vivido también los santos. El pobre de Asís, San Francisco, gritaba por las calles: ¡El amor no es amado! ¡El amor no es amado!

Esa misma experiencia es la que tuvo aquella religiosa de la Visitación, Santa Margarita María de Alacoque, cuando el 16 de Junio de 1675  recibió las revelaciones del Corazón de Jesús. El Señor le mostró su Corazón rodeado de llamas y coronado de espinas mientras le dijo: He aquí el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y desprecio, en este sacramento de amor.

Jesús continúa lamentándose como en el Evangelio. Nos ama tanto y nosotros continuamos sin acoger su amor. ¿Cómo puedo yo reparar el Corazón del Señor? En primer lugar acogiendo el amor de Dios en mi vida. Haciendo un acto de fe en el amor misericordioso de Dios. En segundo lugar volcando ese amor de Dios hacia afuera, hacia los demás, hacia el prójimo.

Así lo hizo la Beata Teresa de Calcuta. Cuando entraba en aquellos lugares oscuros de esa ciudad escuchó la llamada del Señor: ¡Ven, se mi luz! Y así fue como comenzó a iluminar tantos corazones con el amor del Señor.

Pidamos a la Virgen María que nos conceda afectarnos por el dolor del Corazón de Cristo y nos dispongamos a recibir y dar a los demás el amor del Corazón del Señor.