Hechos de los apóstoles 19,1-8; Sal 67, 2-3. 4-5ac. 6-7ab; san Juan 16,29-33

“¿Será éste un ideal imposible para el hombre? ¿Y más imposible todavía en la realización diaria de la vida matrimonial y familiar?”. Estas preguntas las formulaba el Cardenal de Madrid, D. Antonio Mª Rouco, el pasado sábado en su homilía, dirigida especialmente a los nuevos contrayentes: D. Felipe de Borbón y Dª Letizia Ortiz.

Ese ideal del hombre, y su realización en el matrimonio, hacía referencia a la carta de san Pablo a los corintios, en la que habla del amor y su verdadero significado. La primera realidad es que “Dios es amor”. Y desde ahí, ¡sólo desde ahí!, se va entretejiendo la historia de cada uno de nosotros. Somos fruto del amor de nuestros padres y, en primer término, del amor de Dios por el hombre. Esta manera de ver las cosas nos da la garantía, por ejemplo, de no reducir el sacramento del matrimonio a un mero acto social donde lo que cuenta es “la gente guapa”. Los contrayentes son los verdaderos ministros del sacramento, y el resto (empezando por el sacerdote, aunque sea un Cardenal de la Iglesia Católica) son testigos de ese compromiso… y, el primero de ellos, es el de Dios con los nuevos esposos: Él permanecerá fiel hasta el fin de los tiempos.

Es necesario recuperar lo esencial de las cosas. “¡No tengáis miedo!”, aseguraba el Arzobispo de Madrid en la Boda Real, apelando al plan de Dios sobre cada uno de nosotros, un plan que nos permite llenar nuestra vida de un “sentido definitivo”. Nos vienen las dudas, estoy convencido de ello, porque dudamos de Dios. Nos da miedo confiar en Él. Creer en Jesucristo, muerto y resucitado (y ahora ascendido a los Cielos), tiene tales consecuencias que, olvidarlas, es abocarnos a la desesperación y al sinsentido. También puede ocurrirnos, como a los discípulos de Éfeso de la primera lectura de hoy, que ingenuamente aseguran a san Pablo: “Ni siquiera hemos oído hablar de un Espíritu Santo”. ¿Será posible que, cualquiera de nosotros, habiendo recibido, como mínimo, el sacramento del Bautismo, ignoremos de la asistencia de Aquél que es el “fuego” de nuestra alma: vivificador, santificador, consolador, defensor…?

Un vez más, por muchos milagros que veamos, si no confiamos en la gracia de Dios, poco útil será nuestra vida, y poco podremos ayudar a los que nos rodean. No podemos esperar con la excusa de que “ya llegará el momento”, “quizás mañana”, “tal vez cuando cambie de trabajo”… Creo que a Dios le molestan un tanto los indecisos. Ese lamento del Apocalipsis acerca de cómo Dios está por vomitar a los tibios, nos da la justa medida de lo que no ha de ser un cristiano. Esperar con los brazos cruzados a que “vengan tiempos mejores”, es no creer en lo que Dios es capaz de realizar a través de nosotros. No somos una máquina de bebidas donde Dios echa una moneda para que funcione. La libertad, don precioso del ser humano, es lo que nos asemeja en todo momento con el querer divino. Descubrir ese don, es poner por obra la gloria de Dios en cualquier quehacer personal. No nos importe que otros no lo vean, hagan caso omiso, o tal vez se sonrían. La talla de lo que somos no se construye con los aplausos del mundo, sino con la cruz de Cristo impresa en nuestro corazón.

“Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo”. ¿Aún pedimos más datos? Si leyéramos seriamente el Evangelio, descubriríamos que todas las respuestas se encuentran en ese libro sagrado. La paz nos la da Cristo. El valor lo tenemos por el don del Espíritu Santo. Y el mundo es el gran escenario donde poner en práctica el ejercicio responsable de nuestra libertad.