10/02/2007, Sábado de la 5ª semana de Tiempo Ordinario.
Génesis 3, 9-24, Sal 89, 2. 3-4. 5-6. 12-13, san Marcos 8, 1-10
Comenzaba una nueva y desgraciada era. El pecado había marcado el inicio de una época maldita, que transcurriría bajo el signo de las tinieblas y del dominio de Satán como «Príncipe de este mundo». La maldición pronunciada por Yahweh no suponía un castigo añadido a la desobediencia del hombre, sino el desvelamiento por parte de Dios, ante los ojos del ser humano, de la nueva situación en la que su propio pecado le había sumergido, al abandonar voluntariamente el ámbito de la Vida, y arrojarse en manos de la muerte.
Y, en esta nueva y desgraciada época, lo primero fue el cine, el cine malo, el cine aburrido por mil veces visto y bostezado. Me estoy refiriendo a la «película» con que Adán pretende excusarse ante un Dios, Padre bueno, que le pregunta por su pecado: «La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí»… En esa «cinematográfica» versión de su voluntaria desobediencia, él no es ni tan siquiera el protagonista. «Por orden de aparición», los protagonistas son: en primer lugar, la mujer, un ser malvado y tentador que, no conforme con haber caído en desgracia, quiere arrastrar tras de sí a cuantos encuentre en su camino; en segundo lugar, Dios, un Dios malvado que sitúa junto al hombre a una arpía con el fin de hacerle caer; y, en tercer lugar, como «estrella invitada»… el pobre Adán, víctima de la conspiración de un Dios que le pone a prueba y una mujer malvada… ¡Qué petardo de película! El mismo Dios bostezaba. Y bostezo yo, que la escucho mil veces cuando me siento en el confesonario: «verá, padre, es que si usted conociera a mi suegra… No hay quien la soporte. Me está buscando las cosquillas todo el rato. Y, claro, yo le pido a Dios paciencia, pero no me escucha. Por eso, al final, siempre acabo echándola de casa»… ¡Pobrecito! Una y otra vez, la misma película se ha repetido millones de veces a lo largo de la Historia. A los pocos segundos de estrenada, la repitió Eva. Y después… Aún seguimos pasándola en sesión continua.
¿Qué hubiera sucedido si Adán, en lugar de meterse a guionista, hubiera golpeado su propio pecho: «sí, Señor, comí; comí y pequé»?. No lo sé; pero sé que, si nosotros lo hiciéramos, si fuéramos sencillos y humildes, una buena confesión no duraría más de dos minutos y medio. Nada de excusas; nada de explicaciones; ni una referencia a pecados ajenos: «he sido yo; yo pequé e hice…». En cambio, todavía para mucha gente el sacramento de la Penitencia es una película de media hora en la que apenas puede el sacerdote encontrar los pecados del penitente. ¡Madre nuestra! Haznos niños de nuevo, enséñanos a reconocer con sencillez nuestras culpas. Y, el cine… devuélveselo a John Ford, que ese sí que lo hacía bien.