Santos: Nicéforo, patriarca; Ansovino, obispo; Rodrigo, Basilio, presbíteros y mártires; Eufrasia, Cristina, vírgenes; Salomón, Macedonio, Patricia, Modesta, Teuseta, Horres, Teodora, Ninfodora, Marco, Arabia, Sabino, Máximo, Marcial, Silvano, Felicidad, Lorenza, Urpasiano, mártires; Heldrado, abad; Bonifacio, arzobispo (beato).

Una de las personalidades fuertes por lo singular de su vida, muy venerada entre los fieles desde el siglo V, ejemplar modélico de vida monacal, con virtudes practicadas heroicamente por el deseo de imitar a Jesucristo, y con multitud de milagros realizados aún en vida.

Se la presenta nacida en Constantinopla, a finales del siglo IV, siendo emperador Teodosio el Grande. Su hagiógrafo parece insinuar que estaba emparentada con el emperador, y afirma que era hija del senador Antígono, gobernador de Licia, y de Eufrasia, ambos cristianos.

Parece ser que su madre, huyendo de unas segundas nupcias al quedar viuda, no encontró más medio para salvarse de los inoportunos acosos de los numerosos pretendientes que huir a refugiarse en una de sus extensas posesiones de Egipto, llevándose a su hija de corta edad.

El biógrafo cuenta que allí tomaron contacto con uno de los abundantes monasterios de mujeres que estaban desparramados por la Tebaida. Lo prodigioso fue que Eufrasia, cuando solo contaba siete años de edad, quisiera quedarse entre aquellas mujeres dedicadas a la oración y a la penitencia, sin que sirvieran ni la autoridad de la madre ni los razonamientos de la abadesa. Todas intentaron hacerla desistir de su terco empeño, y al no conseguirlo, pensaron que la austeridad de la vida monacal y la falta de atractivo para una niña la harían cambiar de pensamiento. No fue así, aquella niña parecía recibir con agrado y alegría todas dificultades que le iban saliendo al paso, encontrándose pronto como una monja más y con el deseo vivo de ser en todo y para siempre de Jesucristo.

Al cumplir los doce años y poder recibir el velo y el hábito, decidió formalmente romper con todas las ataduras y compromisos contraídos con el mundo. Escribió carta al emperador pidiéndole se hiciera cargo de vender todas sus posesiones, repartir el dinero a los pobres, dar la libertad a sus esclavos, y perdonar todas las deudas de sus administradores y renteros desde que murieron sus padres.

La presentan como un modelo de ascetismo sonriente que no tiene parangón. Se afirma de Eufrasia que tuvo que soportar muchas e insidiosas tentaciones del Demonio con sueños impertinentes, turbación agotadora, imaginaciones horripilantes e incluso intentos sobrenaturales de daño físico, como tirarla a un pozo, o hacer que un hacha le cayera encima para herirla, o vertiera sobre ella ollas de agua hirviendo. Se refiere que de todo ello salió triunfante gracias a la oración y por abrir con una sinceridad total el alma al confesor y seguir sus consejos, consiguiendo que los enredos diabólicos más sirvieran para santificarla que para ofender a Dios.

Así, con la gracia divina, ganó en humildad, queriendo ser siempre la última en el monasterio y pidiendo que le dejaran realizar los oficios más serviles y bajos con talante notoriamente alegre. También se hizo más mortificada, llegando al extremo de no necesitar ingerir alimento más de una vez por semana, sin experimentar ningún síntoma de debilidad y mostrándose como una de las más diligentes y activas de sus compañeras de cenobio.

Tal estilo de vida no se vio libre de otro tipo de tropiezos. Parece ser que suscitó los celos y envidias de otras monjas, principalmente de Germana, que llegó a tratarla de hipócrita y embustera; dicen que la tal Germana intentó convencer a las demás de que Eufrasia –con sus humildades y penitencias– buscaba solamente hacerse notar, que aquella vida tan manifiestamente sonriente era una pura ostentación, y que pretendía singularizarse para lograr un día ser elegida abadesa. Fue el trabajo de la ruin y mezquina envidia. ¿Sabes cómo cuentan que reaccionó Eufrasia? Echándose a los pies de la envidiosa monja, pidiéndole perdón y rogándole que pidiese a Dios por ella.

Cuentan que, con el fin de probar su humildad y obediencia, le encomendaron tareas y trabajos aparentemente inútiles como era trasladar de un lugar a otro pesadas piedras para volver luego a ponerlas otra vez en su sitio; aquello que a cualquiera parecería una cosa ridícula, sin provecho y sin sentido, como se la mandaban, pues ¡que la hacía con alegría! La obediencia de los monjes santos es así, entrega incondicional de la voluntad a quien tiene el poder de mandar.

Pronto murió. El 13 de marzo del 410, cuando tenía solo treinta años de edad y cumplía veintitrés de vida monacal.

El nombre, Eufrasia, en griego significa alegría. Y no se sabe muy bien si fue la religiosa quien hizo honor al nombre, o si comenzaron a llamar así a una excepcional religiosa, de nombre desconocido, que lo mereció por su comportamiento.