Nuestra Señora de Araceli. Santos: Felipe y Santiago el Menor (Jacobo, Yago), apóstoles; Alejandro I, papa; Etelvino, Juvenal, obispos; Evencio, Teódulo, Elpidio, Hermógenes, Timoteo, Maura, Diodoro, Rodopiano, Higinio, mártires; Violeta (o Viola), virgen y mártir; Sosteneo, Ugución, confesores; Emilia (Amelia), Antonina, Gala, Juana de la Cruz, vírgenes; Severina, matrona; Ventura, Zacarías y Emilia Bichieri, beatos. (La Santa Cruz).

Se trata de Felipe y Santiago el que se llama Menor para diferenciarlo del otro Santiago, hijo de Zebedeo, que tiene su día el veinticinco de julio. Un buen día los llamó Jesús para que lo acompañaran; ellos le siguieron, escucharon por tres años su predicación y se convirtieron en sus testigos después de la Ascensión.

Felipe

Era natural de Betsaida, como Pedro y Andrés. Nada más conocer a Jesús le acercó un amigo, a Natanael, aunque con dificultades, porque el tal Natanael se cuestionaba en grado superlativo que lo que estaba oyendo fuera verdad, ya que, leyendo la Escrituras, nunca había aparecido un profeta de Nazaret. No le quedó otra salida al bueno de Felipe que remitirle a su propia experiencia personal, diciéndole: «ven y lo verás». De este modo hizo sus pinitos en el apostolado cristiano, aún antes de que se le llamara de modo solemne y definitivo que fue en el monte de las bienaventuranzas, después que el Maestro pasara aquella noche haciendo oración.

El sitio que ocupa en las listas de los Doce que aparecen en los Evangelios es a continuación de las dos parejas de hermanos y antes que Natanael.

Por tres veces aparece en los Evangelios, interviniendo en circunstancias diversas: en la multiplicación de los panes y peces está preocupado por la desmesurada cantidad de dinero de que deberían disponer para darles a aquellos famélicos seguidores de Jesús aunque fuera solo un pedazo de pan; otra ocasión está situada en la fiesta de la Pascua, cuando media junto con Pedro entre los prosélitos griegos que quieren ver a Jesús, haciendo quizá de intérprete de ellos; la tercera y última, en el Cenáculo, diciendo en voz alta sus deseos de conocer mejor al Padre.

Después de la Ascensión ya no hay datos; sí conjeturas posibles, aunque bien pudiera ser que algunas de ellas pertenezcan más al diácono Felipe que al mismo Apóstol. Estuvo un tiempo indefinido en Jerusalén, y luego… ¡el mundo!

Parece ser que evangelizó Frigia (actual Turquía). Una tradición le atribuye la muerte a manos de los jefazos importantes que estaban hartos de que les censurara sus vicios y envidiosos –siempre la envidia– de que la gente sencilla le siguiera por su bondad.

¿Alguna anécdota? Ya que no se conocen más datos biográficos ciertos, se puede señalar una que ni siquiera se sabe si sucedió o no: dicen de él que destrozó una monstruosa víbora a la que rendían culto idolátrico aquellos paganos.

Se supone que su muerte fue en torno al año 54.

Una parte de sus reliquias fue a parar a Constantinopla y otra parte está en Roma, en la basílica de los Santos Apóstoles.

Santiago

Nació en Caná de Galilea, cerca de Nazaret. Hijo de Alfeo y su madre era María, prima de la Virgen; por tanto, este Santiago era pariente del Señor.

Solo aparece enumerado en las listas de los Apóstoles sin que intervenga en los textos evangélicos ninguna vez.

Fue la cabeza de la Iglesia de Jerusalén porque Pablo refiere que le visitó la primera vez que fue a Jerusalén después de su conversión; y, cuando Pedro fue liberado por el ángel de su prisión, y fue a la casa de Juan Marcos, dejó el encargo de que le comunicasen a Santiago su libertad; intervino en el concilio de Jerusalén, abogando por la unidad entre los cristianos provenientes de los judíos y los que venían del paganismo, y sugiriendo se les impusiera a estos últimos unas mínimas pautas de conducta que facilitasen la convivencia entre los hermanos.

Se le conoce como un hombre con profundo amor a Jesucristo, que siempre manifestó gran respeto por aquellos que observaban la Ley, eran asiduos al Templo para la oración, y veneraban a Moisés. Eusebio recoge de Hegesipo la afirmación de que tanto los judíos contemporáneos de Santiago como los cristianos le llaman «el Justo», por ver en él a un hombre austero, sin mancha y con callos en las rodillas de tanto adorar.

Una de las cartas canónicas es suya. Está dirigida a los cristianos de la dispersión, es decir, a los que están diseminados por todas las provincias. Más que un tratado orgánico, son sentencias y consejos que animan a llevar la vida cristiana. Habla de la paciencia en las pruebas y tribulaciones, expresa con claridad la relación que debe darse entre la fe y las obras, el uso de la lengua, y severísimas advertencias a los ricos con respecto al uso de sus bienes. En la misma carta se leen unas líneas que son la promulgación del Sacramento de la Unción de Enfermos, según la sanción tridentina.

Josefo afirma que el Sumo Sacerdote Anás II lo mandó matar por lapidación, después de haberlo tirado desde lo alto de las murallas del templo, y murió, repitiendo la historia, ¡rezando por sus verdugos!

El hecho de que estén unidas sus fiestas se debe a una simple decisión de la Iglesia.