Santos: Félix, presbítero; Eufrasio, Dacio, Fulgencio, Sabas, Caldeolo, Barbescemin, obispos; Malaquías, profeta; Juan de Ribera, Macrina, confesores; Ponciano, Prisco, Prisciliano, Engelmaro, Benedicta, mártires; Esteban, abad.

Contenido en el «dodecaprofetón» o grupo de los profetas menores. La tradición cristiana no les da este calificativo en señal de menosprecio por su poco valor, sino más bien debido a la corta extensión material de sus libros. Malaquías es Profeta menor, pero grande por su enseñanza, valentía y fidelidad; presenta un mensaje de limpieza para Israel; el libro profético es en su brevedad una especie de catecismo condensado sobre la fidelidad a la Alianza y la promesa de universal salvación.

Como bien se ve no es este profeta el autor de las popularmente conocidas como profecías de san Malaquías que atribuyen un lema a todos los papas y osan fijar su número hasta el final de los tiempos. A los pusilánimes y a los fáciles de convencer hay que animarles con la seguridad de que las mencionadas predicciones no pasan de ser pura superchería inventadas por un autor apócrifo del siglo xvi. No tienen nada que ver con nuestro profeta menor que es santo y profeta bien acreditado del Antiguo Testamento, cuando no había ni papas ni Iglesia.

Por motivos de crítica interna se deduce que el libro del profeta Malaquías debió de ser escrito después de restablecerse el culto en el Templo de Jerusalén reconstruido (516) y antes de la prohibición de los matrimonios mixtos bajo el reinado de Nehemías (445). Probablemente es muy cercano a esta época.

El nombre de este profeta responde a su misión. Malaquías significa «mi mensajero» y, como todo profeta, solo se ocupó de hablar en nombre de Dios.

Su santidad consiste en haber dicho lo que debía, cumpliendo el encargo recibido; no se calló con cobardía cuando notó el rechazo del pueblo y de los sacerdotes del templo. Dijo claramente que no tenía contento a Yahvé el modo de hacer de los sacerdotes cuando le ofrecían en sacrificio víctimas de desperdicio porque era aquello exponente de que se había perdido del horizonte la grandeza y majestad divina.

Tampoco tuvo pelos en la lengua cuando denunció como desvarío el asunto de los matrimonios mixtos que frecuentemente contraían los judíos con mujeres de pueblos vecinos politeístas. Y lo que más debió de doler a sus paisanos fue el rechazo inapelable del divorcio malamente implantado por las costumbres permisivas en su pueblo.

Como no hay mejor sordo que quien no quiere oír, se vio en la obligación de recurrir –con lenguaje que no admite otra interpretación que la llana– a mencionar el terrible «día de Yahvé» que purificará a los miembros del sacerdocio del templo, devorará a los malos y asegurará el triunfo a los justos. Se ve que entonces como ahora, la referencia al castigo remueve aquello para lo que las buenas razones no son suficientes.

Y es que el impulso religioso y moral que habían dado al pueblo Ageo y Zacarías se perdió y se había desinflado la comunidad, yéndose por sendas más cómodas y menos exigentes. Por eso, Malaquías dirá que no es posible burlarse de Dios con una religión resumida en un culto externo a la medida de la catadura moral de los sacerdotes que lo realizan, pero dejando frío el corazón y las intenciones internas que Dios solo conoce. ¿Cómo va a agradar a Dios el sacrificio de reses ciegas, robadas, cojas, flacas o enfermas? Esas víctimas de desecho fueron las que hicieron desagradable a la majestad divina el sacrificio de Caín porque eran el exponente de pérdida de amor a Dios. Es como ofrecer a Dios –sujeto de todos los derechos por su majestad– «un pan inmundo»; es darle lo peor. No merecen aquellos sacerdotes otra respuesta de Dios que la de «os echaré estiércol a la cara». Aquel modo de actuar sacerdotal que había llegado a ser habitual más que frecuente, era solo cumplimiento desapegado y tan distante como el del funcionario que cumple su expediente, pero suponía una corrupción de la Alianza.

Y como pasa siempre, la consecuencia directa e inmediata a esta frialdad cultual es la corrupción moral de las costumbres en el pueblo: «Judá se desposa con la hija de un Dios extranjero», dice el triste lamento que traspasa al pueblo lo que es actitud de los individuales miembros de la comunidad. Claramente está descrito el querer de Yahvé acerca de la familia: el divorcio es «traición a la esposa de la juventud».

Hará falta purificar y hasta fundir a los miembros del sacerdocio para que las cosas vuelvan al camino de la fidelidad y llegue al cielo una oblación agradable. Vendrá el «día de Yahvé… abrasador como un horno» para los arrogantes, impíos y obradores de iniquidad. Brillará de nuevo «como un sol de justicia que trae la salvación en sus rayos» el poder de Dios con su victoria.

Eso dijo Malaquías con voz segura y cortante. Con la claridad de Dios y sin la hueca palabrería de los embaucadores, jugándose el tipo porque aquello no agradaba a los oyentes, amigos de frivolidades y lisonjas. Su seriedad no es derrotismo porque apuesta por la solución del problema presente y garantiza el triunfo: vendrá luego, con la fidelidad a la Alianza, una «tierra de delicias».

Bendito Malaquías de ayer. Señor, ¡danos hoy algún que otro Malaquías!