Santos: Federico, Arnulfo, Bruno, Filastrio, Materno, Rufilo, obispos; Emiliano, Anub, Jacinto, Justa, Rufina, mártires; Gundena, Marina, vírgenes y mártires; Arnoldo, Berta, Fintán, Mimbrorino, confesores; Pambón, anacoreta; Sinforosa y sus 7 hijos mártires; jesuitas mártires de China: Leon Ignace Mangin y Paul Denn, sacerdotes.
Aunque el actual nombre de Orense suele atribuirse a su pasado celta, latino o suevo, haciéndolo depender de Auria –de hecho, a su obispo se le denomina auriense en el II Concilio de Braga–, aceptando un pasado aún más pretérito, una antiquísima tradición nunca demostrada afirma que la ciudad de Orense se llamó Anfiloquia por atribuirse su fundación al griego Anfíloco, uno de los héroes del sitio de Troya.
Esta introducción sirve para iniciar la hagiografía con una pregunta: ¿Hay una o dos Marina, virgen y mártir del siglo iv? Porque Orense y Antioquía cuentan con una santa de las mismas características. Y sería tan comprensible entablar una noble lid entre las dos ciudades por rescatar la figura de la santa como propia, como recurrir a un desdoblamiento del mismo personaje para que cada ciudad conserve a su heroína. De hecho, los listados de los santos mencionan, en lugares muy distantes, la veneración de una mártir que coincide en el nombre, en su condición de virgen y en la fecha de su martirio. Quizá la similitud o proximidad fonética de Anfiloquia y Antioquía sugiera inclinarse por la misma personalidad, aunque se deje la solución para los sabios de la historia.
Sea como fuere, Orense conserva la parroquia románica de Santa Marina, en honor de una virgen y mártir local que cuenta con su particular versión hispana.
Claridad de pensamiento, juventud, lozanía, fortaleza y decisiones libres se juntan entrelazadas en la descripción del martirio de Marina. Su enamoramiento de Jesús cobra tintes apoteósicos en la santa peninsular, y el relato de su vida debió de servir como modelo a las comunidades de fieles creyentes en Cristo para que cada uno se sintiera animado en la responsable andadura de la fe. El hagiógrafo no ahorró tinta en la narración de los tormentos; seguramente intentaba resaltar que las dificultades ordinarias de cualquier cristiano son despreciables en comparación de los generosos sufrimientos de la joven Marina.
Ella y Librada son hermanas. Un buen día decidieron poner por obra la bien meditada decisión de marcharse de la casa de sus padres, porque habían llegado al extremo de la paciencia. La presión paterna para que abandonaran la fe en Jesucristo se hizo insoportable al amenazarlas seriamente con la muerte. Y es que los dominadores romanos que llegaron a Orense, y que ahora aprovechaban sus abundantes aguas termales en la estación balnearia que habían montado, no se andaban con remilgos a la hora de imponer la adoración a los dioses del Imperio; la deshonra, pobreza y muerte se cebaban con aquellas familias que no quisieran condescender con su imposición de ofrecer incienso a los ídolos.
De común acuerdo se marcharon las dos hermanas al campo de Limia, en las cercanías de Orense, con el buen propósito de iniciar una nueva vida sin trabas para la piedad, al amparo del anonimato. Pero la calidad de su vida no pasó tan desapercibida como ellas pensaron en un primer momento; la solicitud por los demás se hizo notoria y Marina terminó por ser denunciada como cristiana ante la autoridad romana, detentada en aquel momento por Olibrio, quien quedó deslumbrado por la singular belleza de la joven en cuanto la vio, y por ello no solo buscó su renuncia a la fe, sino que también se propuso rendir su pureza.
No sirvieron al importante romano las generosas ventajas profusamente descritas por el escritor de la Vita, ni las promesas de honores y riquezas, ni las terribles amenazas que también salieron de su boca; el tercio de la crueldad tendría que decidir la cuestión. Y es en este paso donde se despacha a su gusto el autor de la memoria que nos ha llegado, rellenando la narración con elementos calcados de la ‘aurea’, al exaltar las vicisitudes de los tormentos: furia del tirano y bondad contrapuesta de la mártir firme en su fidelidad; garfios de hierro para arar las carnes de Marina; horror dibujado en las caras de los testigos; hermosura destrozada de la joven y perseverancia en la fe. No pudieron desbaratar la actitud de la santa virgen ni el calabozo donde se cuenta que fue colocada ya maltrecha, ni las tentaciones diabólicas –con representaciones materializadas en la figura de un dragón– rechazadas y también premiadas con el consuelo celestial, ni las brasas aplicadas a los costados que llegaron al punto de provocar conversiones entre los testigos horripilados ante tamaña perversidad. Tuvo que mandar Olibrio el degüello de la virgen junto a la fuente, que en su honor se llamará ‘Aguas Santas’, en las proximidades de Orense.
¡Qué mal debe de sentirse el poderoso cuando se encuentra con la irreductible rebeldía de quien sabe que cuando lo matan ya no le pueden hacer más, y está dispuesto a perder la vida! Quien sufre y muere es el mártir, pero el vencido es el tirano, que no fue capaz de reducirlo y por eso lo mató. La disyuntiva ‘o te rindes, o te mato’ indica solo la posibilidad que da la fuerza y el poder, pero no lo hace racional. La vida de Marina demuestra una vez más que Olibrio –o como se llamara– tenía la prepotencia y Marina, la verdad.