Todos llevamos en nuestro corazón el estupor y el sufrimiento por las víctimas de los atentados de Barcelona y Cambrils. Otra vez, la zarpa del mal vuelve a desgarrar nuestra esperanza. Y la sospecha vuelve a tambalear nuestra fe, sobre todo entre los más jóvenes. Algunos pueden -equivocadamente- llegar a la siguiente conclusión: “ Si la religión produce estos asesinatos es mejor no tenerla”.
Pero estos homicidios aunque sean proclamados en nombre de Dios o por -aparentemente- razones religiosas, no son más que muertes llenas de odio o de venganza, ideología o adoctrinamiento. De nuevo está en juego la verdad de la fe. Y la providencia hace que la Escritura de este domingo tenga una palabra de Dios para nosotros y lo que estamos sintiendo.
Jesús buscando a estar a solas con sus discípulos y prepararles para los difíciles momentos que acaecerán en Jerusalén. Se va a la región gentil de Tiro y Sidón, tomando distancia de las turbas que buscaban a Jesús sin darle respiro. Pero la necesidad no tiene fronteras, y allí en medio de extranjeros cananeos y sirofenicios, disfrutando del anonimato, se presenta una mujer clamando a Jesús para que la ayude. Esta mujer no-judía se atreve a llamar a Jesús como lo hacen los judíos que creen en él como Mesías: “¡Jesús Hijo de David, socórreme!”. Eso llama la atención de los apóstoles pero Jesús parece ignorarla. La constancia, la insistencia en la petición obtiene la respuesta y Jesús admite escuchar su reclamación. ¿Qué nos llama la atención? La resistencia de Jesús a obrar el bien liberando a la hija de esta mujer. Un corazón tan compasivo y misericordioso como el de Cristo… ¡no quiere quitar el mal de una persona que sufre! Claro que quiere, pues finalmente hará el signo. Todo ha sido para probar la sinceridad de la fe de aquella mujer y enseñar a sus apóstoles cómo vivir en los momentos más oscuros.
Una fe verdadera se mantiene constante, audaz, viva, esperanzada en medio del dolor vivido. Jesús pone en evidencia estas virtudes en la fe de esta mujer extranjera. Y así aprovecha a enseñarles la fe que deberán poner en práctica cuando llegue el momento de la pasión y la cruz.
Así, por una parte, nuestra confianza en la obra de Dios también se pone a prueba con el dolor amargo del terrorismo. Hoy, como la madre cananea, nuestra petición debe alzarse de nuevo fuerte, llena de esperanza, gritando para que triunfe el bien y el amor en este mundo. Jesús puede hacerlo y lo hará.
Por otra parte, “la justicia” querida por Dios no viene por la imposición de la violencia o las armas. Viene por la fuerza de la solidaridad con los otros, de la búsqueda del bien del otro como el mío propio. Jesús, cura a la hija pagana como lo hace con los de su patria. Toda religión sabe de la regla de oro: “haz al otro lo que quieres que te hagan a ti”. La lucha contra el egoísmo está inscrito en todas las religiones y Cristo la lleva a la victoria. Esta es la verdad de la fe y la autenticidad de la religión. Recemos por el cambio de mentalidad de los que viven oscurecidos en su fe y adoctrinados para la muerte. Vivamos con la luz de la auténtica fe llena de compasión y perdón.
En medio del silencio y descanso anoto unas breves líneas, al hilo del tema que se plantea.
Toda violencia es mala y causa heridas profundas y destrucción,
dejando tras de sí sufrimiento.
Apenas han pasado unos días de los atentados, ya están sonando «tambores de guerra» llamando a la descalificación, el insulto y la provocación, y para más INRI de los terroristas, viendo como se «desatan las leguas de doble filo» buscando culpables.
Es tal la «batería» disparada, que me pregunto:¿acaso no tenemos los ciudadanos el deber cívico de respetar y guardar silencio, ante tanto sufrimiento?
El Evangelio no tiene acepción de personas, no como los partidos políticos que son quienes captan a sus propios votantes. No, claro que no. Jesús, no era xenófobo, ni racista, mucho menos adicto a la exclusión y el rechazo. Como un buen judio amaba su tierra, tanto que, alguna vez, tuvo que llorar los pecados de su pueblo.
Qué hay de comunión fraterna, si una vez terminados los pésames y condolencias, vuelve otra vez el «alzamiento de banderas», que el P. Francisco ha venido a decir y calificar, como «la guerra entre nosotros».
Es la violencia de las palabras, la que va poco a poco incubándose en el corazón, y es preciso sanar.
Cada hombre y mujer deben ser sal y luz para los demás, la clara y honesta actitud de las palabras y los gestos.
Jesús, vuelve su mirada hacia la Cananea, llena de Misericordia. Quiero comprender, es la misma mirada que tantas veces se posa sobre cada hombre y mujer, para decirnos que, ante las dolorosas pruebas de la vida, hemos de ser aliento de esperanza, que ayude a superar el sufrimiento.
Alguien ha dicho: «algo hay que hacer». Sin duda, más creo que lo primero es desterrar del todo actitudes que nos enfrenten, nos conviertan en adversarios unos de otros. Es «urgente» que en la Iglesia, todos y todas aunemos voluntades y sinergias, afianzar cuanto nos une y abandonar las actitudes que nos separan.
Pues que la fe en Jesús nos lleve a confiar en su Misericordia, y él escuchará nuestra oración.
La violencia destruirá a tod@s, si entre todos no construímos la PAZ. Gracias por este espacio.
Miren Josune.