La Exaltación de la Santa Cruz. Santos: Austrulfo, abad; Cereal, Salustia, Crescenciano, Víctor, Rósula, General, Crescencio, Viator, Casiodoro, Dominada, mártires; Eustoquio, patriarca; Juan Gabriel Taurin Dufresse, obispo mártir de China; Materno, obispo; Plácida, emperatriz; Notburga, virgen.

Aquel era uno de los peores suplicios de los muchos que ha ideado la humanidad en su historia. Estaba previsto para el caso de los malvados que no debían vivir; para aquellos que quitarles la vida de un momento hubiera sido considerado como poco castigo. Tardaron tiempo los cristianos en representar a Cristo clavado en la cruz, era tan horroroso aquello… Fue en la puerta de Santa Sabina, en Roma, la primera vez que la piedad y el arte se juntaron y plasmaron el más horripilante de los martirios y el que tuvo mayor eficacia redentora.

El reo, en este caso Jesús, había de terminar en lenta y desgarradora agonía. Bien conocían los «ocupantes romanos» todos los extremos; tanto que recurrieron a los azotes para ver si podían cerrar el expediente de aquel caso nada claro, ante la insistencia feroz del odio de sus paisanos judíos. Algunos lo habían considerado como un chiflado anarquista que les arruinaba la idea de la liberación política que anhelaban, sofocando sin remedio su propio afán de mando con la nube que consideraron pasajera de una redención etérea por los caminos del espíritu. Otros solo lo hicieron por celos de perder su hegemonía en lo religioso; vieron muy, pero que muy en peligro su monopolio espiritual al contemplar la altura de la doctrina y lo portentoso de sus milagros.

Allá lo sacaron a las afueras de la ciudad. Impotente ante la fuerza y callado ante el odio que leía en los ojos turbios y el sarcasmo sonriente de los que se salían con la suya. Clavado, estaba para «ejemplo» de los que sintieran en sus carnes la tentación del mal, porque el miedo ha conseguido muchas veces lo que la buena educación no consiguió, aunque ese no era el caso. Y nadie tuvo una nube de insultos, de mofas y de befa tan densa sobre sí. Lo colocaron en medio del ladrón empedernido y del criminal que admitió su inocencia en diálogo que prometía vida eterna. El papel decía que era el Rey del país; pero Él tenía solo una fea corona de espinas y su rostro estaba maquillado por hilillos de sangre fresca y seca; su cuerpo desvestido estaba plagado de señales de azotes entre negrales cárdenos y heridas sin limpiar, con la carne abierta.

Esa piltrafa humana crucificada, aparente subproducto de la sociedad, es Jesús. El que mandó al mar y al viento que obedecieron en la noche de tormenta, haciéndose mansos. Él quiso hacerse «obediente hasta la muerte y muerte de cruz» para ayudar al hombre, con su ejemplo, en la fidelidad a Dios. Y le rescataba. Y pagaba la deuda. Y restablecía el honor de Dios. Y amaba infinito sin pérdida de dolor.

Ahora es consuelo y lección para el cristiano cuando llega el dolor, ese testigo habitual en el caminar ordinario de todo hombre, ese que puede hacerse más grande en momentos especiales, ese que resulta insufrible o intolerable si fortuitamente se mezcla con abandonos, soledades, traiciones, mentiras, envidias e injusticias. ¡Claro! Siempre queda el recurso bienhechor de saber que no fue en vano el inefable sufrir de Jesús el Nazareno y la verdad sincera de afirmar que «yo mucho malo hice, mientras que Él solo amó».

Enseñó con la entrega de su voluntad propia para que en adelante uno aprenda a no querer algo distinto de lo que quiere Dios, porque el querer divino, se entienda o no se entienda, por ser divino, siempre es lo mejor.

Desprendido de todo, por bueno que sea. ¿No dijo Él aquello –tan difícil y hasta contradictorio– del grano de trigo y lo otro de morir para vivir, o algo así? En la cruz, montado en su íntima desazón total, está tirando para arriba del sano y del enfermo, del culto y del ignorante, del bueno y del malo, del político, del médico, del economista, del tendero, de la madre, del jubilado, del militar, del niño y del viejo; arrastra hacia Sí al tabernero, a la novia, al rey, a la modista y al pedigüeño; da pistas de eternidad al que hace el pan, al de los libros, al deportista, al olímpico y al banquero; transmite esperanza al drogata, a la prostituta, al sidoso, al cura, al del circo y al del convento. Todos ¡y el cosmos universo! Son atraídos con fuerza irresistible incorporados a la cruz que lleva al Cielo: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».

Árbol de la cruz, árbol de la cruz…