Si ayer celebrábamos la Solemnidad de todos los santo, hoy la Iglesia nos propone conmemorar a todos los fieles difuntos, es una celebración que responde de forma natural a un impulso innato del ser humano, que desde nuestros primeros antepasados se ha preocupado y ocupado de mantener en el recuerdo y cuidar el lugar donde reposan sus seres queridos. La muerte, nuestra temida enemiga junto al pecado, se plantea como protagonista de esta conmemoración y de este mes de noviembre en el que comenzará el Adviento, tiempo preparación de la venida del Señor.

Hoy tenemos una relación extraña con la muerte. Por una parte vivimos completamente de espaldas a ella, se intenta revestir de fenómeno clínico, sin más, prescindiendo de su densidad ontológica, prescindiendo, en la medida que nuestros engaños nos lo permiten, de cualquier pregunta sin respuesta, prescindiendo de la búsqueda del sentido de la vida, prescindiendo, si me lo permiten, del más mínimo atisbo de verdadera humanidad, de fe. A veces pareceríamos ante la muerte niños que creen que tapándose los ojos, no serán vistos.

Pero, por otra parte, estamos saturados de muerte, en las películas, en las series, en los videojuegos, matar y morir, son tratados con frivolidad, creo que la última serie de moda, El juego del calamar, debería dejarnos sin palabras por lo absurdo y lo gratuito, debería casi escandalizarnos, pero no es así. A veces me pregunto si esa violencia extrema de nuestro entretenimiento no nos impide ser sensibles a las numerosas muertes por hambre, si me apuran hoy casi hemos olvidado las víctimas del COVID en occidente, preocupados en retomar la normalidad previa a la pandemia a toda costa, quedando el horror vivido como un especie de neblina algo irreal.

Ante todo esto solo nos cabe una posibilidad, la respuesta desde la Fe, la única que verdaderamente ofrece sentido, la única que puede ofrecernos un rayo de esperanza, la única que no nos lleva a la desesperación y al hastío. Porque si sólo vivos en horizontal, si solo reconocemos como auténtica esta vida terrena la desesperación y el vacío son nuestro futuro.

La experiencia del amor de Dios que me ha llamado a la existencia me proyecta más allá de lo material. No soy el fruto de una casualidad física, no soy un resultado aleatorio, soy un ser humano amado desde la Eternidad por Dios. No he sido arrojado por la suerte a la existencia, sino que he sido regalado como palabra del Creador a la humanidad, con una misión concreta que puede que no descubra hasta el cielo, pero que da sentido y vértebra mi existencia. No soy el fruto del azar y la casualidad y mi destino no es el silencio absoluto, la inexistencia, la nada, mi futuro es el cielo, del que estoy hecho.

Cuando uno lee su vida en esta perspectiva, se da cuenta de que vivir es ir dejando atrás, dejamos atrás al niño, al joven, al adulto… dejamos atrás la fuerza física, los proyectos y suelos, dejamos atrás a nuestros abuelos, a nuestros padres, a nuestros amigos… para finalmente dejar atrás nuestro cuerpo, nuestra condición material, la vida se convierte así en un despojarse de todo para ganar la eternidad. Por eso cuando tu mirada se inunde hoy de lágrimas recordando a tus seres queridos, a los que te precedieron, que un suspiro de esperanza hinche tu pecho, y te permita ver el Sol=el cielo, que nunca brilla tanto como cuando se le ve entre las grises nubes de lluvia.