El sermón de la montaña, inaugurado con el pórtico admirable de las Bienaventuranzas, no deja de suscitar nuestra reflexión. Escuchamos a Jesús que dice: “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”

Leemos en el Catecismo (nn. 578-579):

Jesús, el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer perfectamente. Los judíos, según su propia confesión, jamás han podido cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor de sus preceptos. Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley constituye un todo y, como recuerda Santiago, «quien observa toda la Ley, pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos».

Este principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra sino también en su espíritu, era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo para Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos a un celo religioso extremo, el cual, si no quería convertirse en una casuística «hipócrita» no podía más que preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios que será la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos los pecadores.

Jesús es el Justo que, ofreciéndose a sí mismo en la Cruz, nos justifica. Además, por él, se nos comunica la vida divina. Somos hijos de Dios, quien no deja de ofrecernos su gracia para que podamos vivir según la medida de su amor.

Por eso la nueva ley, como señalan los autores, es el Espíritu Santo. Dios lo envía a nuestros corazones y, desde su amor podemos vivir según las enseñanzas de Jesús.

Si sólo miramos las exigencias de los diferentes preceptos podemos desanimarnos. Si miramos lo que Jesús ha hecho por nosotros y la inmensidad de su amor entonces, se abre ante nosotros un horizonte para vivir el bien en plenitud. No por nuestras fuerzas, sino por su gracia.