Las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy no dejan lugar a dudas. El Señor espera de nostros que demos testimonio. Es lógico. La labor del Señor no terminó con su Ascensión a los cielos y lo que el Señor vino a hacer a la Tierra hasta el final de los tiempos no lo puede hacer desde el Cielo, lo que el Señor vino a hacer a la Tierra solo lo puede hacer desde la Tierra, para eso la Encarnación. Por tanto lo que El vino a hacer a la Tierra hasta el final de los tiempos, lo tiene que hacer su Cuerpo, es decir la Iglesia.

No debemos esperar tener ni mas ni menos éxito, un discípulo no es más que su maestro. No tengáis miedo. Podemos tener miedo a dos cosas que en realidad son la misma. Una es el miedo a la muerte y épocas ha habido en que dar testimonio de la fe conllevaba la posibilidad de morir. El otro miedo es el miedo a la muerte civil, por decirlo de alguna manera. Pues, según las palabras del Señor, aquí lo que se juega es la única muerte que de verdad importa, la que nos puede separar de Aquel de quien nos viene la Vida. No tengáis miedo.

El miedo es atenazante, paralizante. El miedo no se vence con la seguridad de que no va a pasar nada malo, el miedo se vence con la seguridad de que pase lo que pase Dios no me abandona. El miedo solo lo puedo vencer si me siento más fuerte que el mal o si sé que a mi lado y a mi favor  siempre está Quien es mayor que todo.

Hay otra cosa paralizante. Esa especie de sentimiento de indignidad que expresa Jeremías: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de gente de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor del universo». Es bueno que lo tengamos, no somos Dios, pero no es bueno que nos sirva de excusa para escapar a nuestra misión. Una vez mas se trata de confiar no en nosotros sino en Aquel que es mayor que nuestra indignidad y nos hace dignos.