Domingo 4-9-2022, XXIII del Tiempo Ordinario (Lc 14,25-33)

«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío». Debemos reconocerlo, las palabras del Señor en este domingo son duras e incisivas. Para Jesús no hay letra pequeña del contrato, ni eufemismos para maquillar la realidad. Él presenta las cosas como son, sin rodeos, directamente. Jesús se vuelve a esa muchedumbre que le sigue y les habla a la cara. Él lo pide todo. ¿Pero qué quiere decir el Señor? Su Amor está por encima de cualquier otro amor en esta tierra. Su fidelidad, su misericordia y su perdón son infinitos, como no puede darlos ninguna otra persona. Por eso, ante ese sí incondicional, ante esa oferta de amor infinito, todos los demás amores de esta tierra palidecen. No es que sean malos, ni que sean impuros… ¡ni mucho menos! Pero son finitos y limitados, falibles y frágiles. Jesús lo pide todo… porque lo da todo.

«Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío». Jesús no sólo pide que le pongamos por delante de nuestros amores humanos, sino también que le pongamos por delante de nosotros mismos. Si lo pensamos bien, el amor a nosotros mismos es la raíz de todos nuestros pecados. Por eso nos invita a cargar con su cruz. Es un paso más de desprendimiento, de pobreza. Debemos vaciar el corazón de ese yo que quiere abarcarlo todo. Sólo así podrá entrar Dios para llenarnos con su gracia, su alegría y su paz. No olvides que Cristo subió desnudo y despojado, pobre y humilde, a la cruz… Este es el camino: vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros proyectos, de nuestros criterios, de nuestros planes, de nuestras exigencias… para descansar confiados en los brazos del Padre. Claro, cuanto más nos damos, más recibimos.

«Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío». Amores humanos, uno mismo, y los bienes terrenos, todo debemos dejarlo a un lado para seguir a Jesús. Pero, ante este panorama, podemos preguntarnos… ¿y merece la pena? No vaya a ser que dejemos la torre a medio construir o perdamos la batalla en medio del campo. ¿De verdad merece la pena dejarlo todo por Cristo? Una vez oí decir a Benedicto XVI en una Jornada Mundial de la Juventud: «Cristo no quita nada y lo da todo». Esta es la experiencia de todos los santos de la historia. Encontrar a Cristo es encontrar un tesoro por el que merece la pena dejarlo todo. Es el mejor tesoro. Quizás es que los cristianos nos hemos acomodado y aburguesado demasiado, aferrándonos tanto a los bienes de aquí abajo, que hemos olvidado las promesas del Señor. Quizás hemos olvidado a quién seguimos. Quizás hemos olvidado al Resucitado. ¡Claro que merece la pena! Es más, ¡merece la vida!