Los sociólogos de nuestro tiempo no dan con las claves. ¿Por qué el hombre contemporáneo se quiere escapar de su propia historia? Lo de atrás no le importa mucho, le vale con que las cosas le estimulen y le hagan explotar la dopamina. Hay un filósofo rumano que dice que el hombre contemporáneo es un hombre “reciente”, porque se cree que ha nacido hoy mismo, y no le valen las tradiciones. Hay otra palabra que se refiere al que nació para inaugurarlo todo: “adanista”, porque se imagina el mismísimo Adán poniendo por primera vez nombres a las cosas. Tenemos una especie de locura colonizadora de creer que somos los descubridores del universo. Y si lo que vivimos hace un milenio no nos gusta, lo destruimos, lo aniquilamos y lo olvidamos, véase el fenómeno woke. Parecemos una pandilla de nuevos bárbaros que no deseamos que quede piedra sobre piedra.

Hay dos razones por las que la Iglesia entiende que es mejor bautizar a los niños cuando son bebés. Para que el ser humano maduro, nacido para este mundo del vientre de su madre, y nacido por segunda vez de las aguas del bautismo, sepa que lo importante en su vida no lo ha hecho con sus manos, todo se lo han dado. Todo, la vida para este mundo, y la vida para Dios. El bautismo de la criatura incosciente es la demostración de que el hombre no es el emprendedor de sí, ni siquiera tiene la capacidad de salvarse por sí mismo. Hay una segunda razón. Y es que, sin contar con su voto, los padres transmiten al bebé todo lo que ellos consideran esencial: el idioma, la cultura, el amor, el hecho religioso, incluso la comida. Sería ridículo esperar a que el niño crezca para que decidiera el idioma con el que quiere dialogar con los amigos. Todos somos receptores de la tradición y de la vida de los mayores. Nos vamos pasando el testigo de las generaciones pasadas.

El Señor quiso desde el inicio de la creación, dar al género humano la información suficiente para espabilar su conciencia. Llevárselo para sí con maneras de enamorado. Y poco a poco ha ido revelándose. Se muestra al pueblo de Israel con pactos, alianzas, como balizas de carretera para que no se pierda. Por eso Jesús dice en el Evangelio de hoy que no se quitará ni una sola tilde de la ley. A Dios le gusta el desarrollo, no la demolición. No el borrón y cuenta nueva, que nos decían en la infancia, sino un nuevo paso adelante. El revolucionario es aquel que atenta contra lo establecido, porque en el fondo tiene alma puritana que no admite que haya habido errores en el pasado. Jesús no era un revolucionario, el Dios encarnado conoce al ser humano muy bien, sabe que su trayectoria deja mucho que desear, pero no nos suelta de la mano. Cuando leemos el pasaje de la genealogía humana de Jesús, caemos en la cuenta de que muchos de sus antepasados habían sido prostitutas y gente violenta. Nuestro Dios no nace de un nenúfar en medio de un lago, sino de las extrañas de Nuestra Madre. Pero detrás de su pureza, está una humanidad muy herida por el pecado original. Y el Señor cargará con todo ello.

La vocación divina del Señor es la de restaurar al ser humano, darle plenitud. El Señor vuelve una y otra vez a poner sus manos sobre nosotros para devolver la imagen y semejanza que hemos desfigurado con nuestras elecciones.

Y así vivimos, de dejarnos hacer por el Restaurador.