Entiendo que el Señor diga aquello de que a cada día le basta su propia fatiga, y que le pidamos a Dios el pan de la jornada, pero no más allá. Quizá porque las veinticuatro horas son un contenedor de densidad tan inmenso, que el cerebro no nos da para aventurarnos más allá. Ayer tuve una de esas experiencias cargadas de densidad. Había un hombre que rondaba la capilla del hospital. Entraba, salía, llevaba en la mirada lustros de sufrimiento, había fuego cuando se encontraba con la mía. Hay miradas difíciles de interpretar así de primeras, pero por intuición recibimos la posibilidad de un resentimiento, de un antiguo maltrato. Llevaba esa camisa azul y provisional de quien está ingresado, que también vive una situación provisional. Me dijo que quería confesarse después de mucho tiempo. Yo tenía citas con varias personas y le dije que le iba a atender prontísimo, me respondió que no tenia ninguna prisa, como si de verdad fuera la única persona en el mundo que no la tuviera.

Atendí como pude a otros enfermos y en seguida me puse con él. Entró en el despacho como un campesino del siglo XIX caminando por el salón del archiduque, cabizbajo, con esa punzada malsana de la conciencia de clase. En seguida me di cuenta de que su vida estaba desestructurada, tenía rotos los sentimientos, algo en su cerebro no se acompasaba con la vida de un padre de familia, o de un funcionario, o de un tipo que silba despreocupado. Entonces, le miré los zapatos. Era un indigente. Los zapatos tienen la cualidad de revelar hasta el último centímetro cúbico de nuestra alma. Una bota era distinta de la otra, ambas muy arrugadas, pero no por el peso del trabajo sino por la crispación de una posición perpetuamente rígida, de tanto pasarse la vida en un portal. En el viejo Oeste se moría con las botas puestas, este hombre vive sin quitarse las suyas.

Y me acordé inmediatamente de los cuadros de Van Gogh que han sido tan comentados por poetas y filósofos, los que dedicó a los zapatos y las botas. Hay intérpretes que han dicho que en las botas viejas de Van Gogh hay más espiritualidad que, por ejemplo, en el Cristo de Dalí, aquí no hay más que una pirotecnia de geometría. En cambio en Van Gogh está una humanidad exasperada que mendiga la salvación, cuadros que dicen que el mundo no agota las necesidades del hombre.

No hay situación en el mundo más sagrada que estar delante de un indigente que se confiesa. Es como entrar en una ermita románica por primera vez. Es cierto, qué sagrado es el ser humano aunque esté disfrazado de espantapájaros. Nos dimos la mano, una mano tan áspera y fría como el ladrillo. Por eso, el Evangelio de hoy es tan importante, “todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será procesado. Y si uno llama a su hermano «imbécil”, tendrá que comparecer ante el Sanedrín, y si lo llama “necio”, merece la condena de la “gehenna” del fuego”. Porque nada hay tan valioso como el ser humano.

Aunque los disfraces nos distraigan