Os quiero hacer reflexionar brevemente sobre el segundo mandamiento, tiene mucho que ver con lo que hoy nos dice el Señor en el Evangelio: no jurar jamás, porque el sí es ya sagrado; como el no proferido, que es siempre rotundo. Cuando una afirmación está hecha por un ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, debería ser como una acción divina, no hace falta apoyarse en nada más. La mentira no forma parte de nuestra naturaleza, viene del Enemigo, como dice Jesús.

Ahora bien, a veces tomamos el nombre de Dios en vano, pero no por hacer juramentos sobre las páginas de la Biblia, sino por la inflación de su uso. Me explico. Hay gente que usa el nombre Dios con una ligereza que roza la patología. He oído a padres de familia decir: “A mí el Señor me ha dicho esta mañana… sé que la Virgen quiere de mí que vaya a… el Espíritu Santo me ha hablado con claridad y me ha dicho…” No sé, yo prefiero ir de la mano de San Juan de la Cruz, “Dios está en lo escondido, y en lo escondido quiere ser revelado”. Pero esto no es porque lo diga el santo, sino porque en el Evangelio muchas veces el Señor habla del lugar oculto donde Dios vive para no imponerse al hombre. Pero nosotros queremos sacarlo de ahí, no nos gusta que Dios nos respete tantísimo y tenemos que provocarle, sacarle frases de su boca, construir un ídolo de barro para hacerlo visible y tangible. A mí me parece que al ser humano le cuesta entrar en el mundo de Dios, porque le cuesta hacer silencio en su vida.

Ayer estuve con una madre de familia que acaba de venir de un retiro de silencio absoluto con la comunidad carmelita de Batuecas, en la Sierra de Francia, donde, además de poder seguir el ritmo de la liturgia de la comunidad, los invitados participan de una hora de oración por la mañana y otra por la tarde. La novedad es que durante ese silencio no hay libros, no hay música, no hay textos que se pronuncian. En esa hora sólo comparecen el silencio mayor, una postura flexible del cuerpo y la presencia de Dios. Le pregunté cómo se las ingenió para dejar quieta la cabeza. Me dijo, con mucha sabiduría, que llega un momento en que la cabeza se para de tanto distraerse, y ya no queda más en lo que pensar. Entonces llega un verdadero silencio, que tiene que ver con la palabra “apertura”. Me quedé sorprendido con sus palabras, porque los santos hablan justamente de este proceso de quietud en la presencia de Dios, que termina en apertura.

En el fondo, esta madre me estaba diciendo que no buscaba una especie de reconocimiento de Dios, de encender las bengalas de su presencia, sólo iba detrás de la compañía, de la verdadera compañía, que se hace a base de confianza y punto. Qué bueno es no tomar el nombre de Dios en vano, ni jurar por Él, ni buscar con ansiedad las confirmaciones de su presencia. La nuestra es una generación ansiosa, que no soporta la ausencia de reconocimientos y necesita pruebas que subrayen el propio ego. Esta madre me enseñó que el secreto de la vida espiritual consiste en vivir bajo la mirada serena de Dios, y hacer las cosas porque en sí son buenas. Y entonces ya todo reconocimiento es un obstáculo.