“No amontonéis tesoros en la tierra” porque valen poco y duran menos, “la polilla y la carcoma los roen” o los ladrones los roban. Lo que consideramos nuestros tesoros: el éxito y el reconocimiento de los hombres, la posesión de bienes temporales, la vida cómoda y confortable… ¿Cuánto duran? ¿Acaso colman el anhelo de felicidad que Dios ha puesto en el corazón del hombre? Como nos exhorta San Pablo, aspiremos a los bienes del cielo, no a los de la tierra, (cf. Col 3, 1-2). Cristo es nuestro tesoro, nuestra esperanza. En Él encontraremos la felicidad, con Él sabremos ser felices con muchos bienes o con pocos.

La tentación es fuerte. “En esta sociedad la adquisición de confort material y la producción masiva de bienes de consumo son la cima de la vida en esta tierra. ‘En las riquezas, si vienen, no pongáis el corazón’ (Sal 62, 11). Las grandes épocas de riqueza espiritual suelen ser fruto de la pobreza. Los poderes del dinero no tienen ningún interés en contemplar el desarrollo de un verdadero humanismo. Han sumergido al hombre en un profundo sueño viscoso. La civilización del bienestar mutila al hombre. Lo separa de la eternidad. Los hombres tienen que armarse de valor para salvar al hombre interior. La lucha contra la dictadura de la materia no es fácil” (Cardenal Robert Sarah, “Se hace tarde y anochece”).

Crecer en el deseo de “amontonar tesoros en el cielo”. Tender siempre a desear ese tesoro. Como nos decía San Agustín, con estas palabras “el Señor nos advierten que, en medio de la multiplicidad de ocupaciones de este mundo, hay una sola cosa a la que debemos tender. Tender, porque somos todavía peregrinos, no residentes; estamos aún en camino, no en la patria definitiva; hacia ella tiende nuestro deseo, pero no disfrutamos aún de su posesión. Sin embargo, no cejemos en nuestro esfuerzo, no dejemos de tender hacia ella, porque sólo así podremos un día llegar a término” (San Agustín, Sermón 103). “Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo” (Sal 27, 4).

No dejan de hacerse muy presentes las palabras de un enfermo al que pude atender un día antes de morir. Palabras que me dan mucha luz tantas veces y me ayudan a centrar todo. Ahora – me decía tras recibir la absolución sacramental, la unción y el viático – sólo me interesa una cosa: ver el rostro de Dios. Algo que, estoy seguro, ocurrió a las pocas horas. Qué alegría vivir con este sueño, con esta esperanza, con un corazón sediento de ver su rostro, vivir con un corazón que esté sediento de Dios, del Dios vivo (cf. Sal 41,3). Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo, y bajo imágenes oscuras… sino cara a cara (1 Cor. 13,12).

María ya ha llegado al cielo. “Ella —dice el Evangelio— es «la que creyó que se cumpliría lo que le había dicho el Señor» (cf. Lc 1, 45). Por tanto, María creyó, se abandonó a Dios, entró con su voluntad en la voluntad del Señor y así estaba precisamente en el camino directísimo, en la senda hacia el Paraíso. Creer, abandonarse al Señor, entrar en su voluntad: esta es la dirección esencial” (Benedicto XVI, “Catequesis sobre la oración”).