Hoy Jesús nos hace una invitación a vivir despiertos (Lc 12,35-38). El evangelio habla de unos criados que esperan a su señor, con la cintura ceñida y las lámparas encendidas, preparados para abrirle apenas llegue. No saben cuándo va a volver, pero no se cansan de esperar. Esa imagen describe una actitud del corazón: la de quien vive atento, disponible, con los ojos abiertos a lo que realmente importa.

Estar en vela no significa vivir con miedo, sino con amor y esperanza. Es tener una fe despierta, una vida que no se deja adormecer por la rutina, la comodidad o el cansancio. Es no acostumbrarse a pasar por la vida sin mirar a los demás. En el fondo, Jesús nos invita a no perder la sensibilidad, a mantener encendido ese fuego interior que nos hace amar, servir y confiar.

En la vida cotidiana esto se traduce en gestos muy simples: seguir cuidando a las personas que queremos aunque estemos cansados, estar atentos a quien necesita una palabra amable, no dejar que el corazón se apague en medio del ruido. Es también seguir creyendo cuando parece que Dios tarda, cuando no sentimos nada en la oración o cuando cuesta mantener la esperanza.

Y hay algo muy hermoso en este pasaje: Jesús dice que, cuando el Señor llegue y encuentre a los suyos despiertos, será Él mismo quien se ceñirá, los hará sentar a la mesa y les servirá. Es una imagen que rompe todas las expectativas. El Señor no viene a juzgar ni a exigir, sino a cuidar y servir. Es el Dios que se arrodilla ante sus hijos para amarlos.

Por eso este evangelio nos recuerda que vale la pena mantener la lámpara encendida, aunque a veces la llama parezca pequeña. La espera no es tiempo perdido; es un modo de amar. Vivir en vela es vivir con el corazón dispuesto, confiando en que, cuando llegue el Señor —en lo cotidiano o al final del camino—, su encuentro será una fiesta, y Él mismo nos invitará a su mesa.