Samuel 18,9-10. 14b. 24-25a. 30-19,3; Sal 85, 1-2. 3-4. 5-6 ; San Marcos 5, 21-43

“Inclina tu oído, Señor, escúchame, que soy un pobre desamparado”. Acudir a Dios en todo momento es tan necesario como el respirar. ¡Qué importante sería dar un sentido divino a las cosas más normales, o esas otras que nos contrarían cada jornada! El mero hecho de levantarnos por la mañana, o cuando nos importuna el vecino de arriba, o ese esperar la cola del autobús, o el conductor que ha hecho una maniobra que nos exaspera… ¡Pues sí!, todos esos son instantes en los que cabe Dios. Y es que cuando el salmista apela a la atención de Dios, nos está recordando que por mucho que hagamos o valgamos, nada podremos hacer verdaderamente bueno si no es contando con que somos hijos de Dios… “pobres desamparados”, y que necesitan la ayuda de Aquél que lo puede todo. No se trata de falsas humildades, sino del reconocimiento de lo que somos.

“¿Quién me ha tocado?”. Cuántas veces en el metro o en el autobús, por la mañana temprano, y de camino al trabajo o a la escuela, vamos apretujados… y cada uno a lo suyo. Unos leyendo un libro o el periódico, otros con los ojos aún cargados de sueño, y la mayoría con la mirada perdida en sus preocupaciones o en su imaginación. A veces, una parada brusca o una curva cerrada, nos hace perder el equilibrio y molestamos (o nos molestan) al que tenemos al lado. A pesar del correspondiente “perdón” o “disculpe”, a uno en su interior se le escapa: “¡que no me toquen! Somos tan “nuestros” que hay momentos o situaciones que nos fastidian de manera especial. La susceptibilidad que hemos adquirido parece que nos la ganamos a pulso. Sin embargo, nos es algo que podamos llamar, precisamente evangélico. No nos imaginamos al Señor, por ejemplo, con esos remilgos hacia su persona, más bien lo contrario: Él sabe “sintonizar” con el dolor, el sufrimiento o la necesidad de quien tiene junto a sí.

Resulta maravilloso observar, por otra parte, con qué naturalidad responden los discípulos de Jesús a la pregunta de quién le ha tocado. Incluso, podríamos imaginarnos a Pedro buscando al responsable de semejante atropello contra el Señor. Sin embargo, ¡no se enteran! No han adquirido aún la sensibilidad de lo que supone poseer la gracia de Dios “a flor de piel”. Es necesario recordar que, a pesar de nuestra pobreza, y que necesitamos constantemente de la ayuda de Dios, poseemos un tesoro maravilloso: su Gracia. ¡Sí!, en mayúsculas porque es un regalo verdadero que procede de Él. Podríamos reírnos de la conocida frase “que la fuerza te acompañe” de la Guerra de las Galaxias, si alcanzáramos a comprender el poder de la gracia de Dios… aunque sólo fuera con la fe de un grano de mostaza.

“No temas; basta que tengas fe”. Éste es el secreto. Pero la fe no se adquiere ni en los libros, ni en las revistas, ni en las recetas. Viene por otro camino. Aquí sí que es preciso gritar: “¡Que me toquen!”; que la gracia de Dios inunde todos los poros de mi ser y “toque” las durezas que entorpecen mi corazón.

Yo se lo pido a Dios todos los días. Es la mejor manera de llegar a Él. Ya verás cómo en algún momento tendrás la posibilidad, aunque sólo sea rozándolo, de tocar el manto de Jesús (una sonrisa a tiempo, un no protestar ante lo ingrato, un callar ante la crítica injusta,…). Entonces sentirás la fuerza de Dios, y aunque los demás se rían sentirás la caricia de Dios que, volviéndote a tocar, te dirá: “¡ánimo, levántate!”.