Libro de los Reyes 8, 22-23. 27-30; Sal 83, 3. 4. 5 y 10. 11; San Marcos 7, 1-13
Así se titula una película sobre un joven irlandés que por distintas situaciones de su vida descubrirá la fortaleza y valía de su padre cuando ambos comparten presidio acusados de ser miembros terroristas del I.R.A. La realidad es que el hijo es un vividor que engaña a su padre al que cree demasiado estricto, duro y “poco moderno”, que no está en “la onda” y mantiene unos principios que hoy por hoy están fuera de lugar. En la cárcel, cuando no tienen nada y no son nada, mas que un número, descubrirá que para su padre él nunca ha dejado de ser su hijo y le ayudará a superar las dificultades y la dureza de la vida privada de dignidad. ¡Qué hijo tan ingrato al principio de la película!, y eso que el sentimiento inicial es de simpatía por el chico “hijo de su tiempo” y de cierta prevención contra el padre que es contracultural, carca, anticuado y demasiado severo y orgulloso.
“El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. Hoy, y creo que siempre, surge una pléyade de intérpretes de la voluntad de Dios que, sin tener vela en este entierro y hasta sin fe, juzgan, interpretan, deciden y opinan sobre el misterio de la salvación en Cristo. Es mejor lavarse las manos y fregar las ollas que compartir la comida con el hambriento (y estoy convencido que si los apóstoles se lanzaron sobre la comida sin purificarse antes no fue por dar en el morro a los letrados, sino porque tenían más hambre que el perro de un ciego); es mejor salvar a las focas y ser muy comprensivos con todo tipo de “uniones de hecho” antes que defender a la familia y valorar el amor humano como reflejo del amor de Dios que es tierno, fiel, constante, más fuerte que la muerte. Pero ¡hala!, todos a fregar cacerolas, aunque tengamos retortijones de hambre vamos a lavarnos bien las manitas para “que no digan”, vamos a ser más modernos que el hijo de la película y vamos a “vacilar” a nuestro Padre Dios (al que decimos querer mucho, le mandamos un dinerito a casa y le pasamos por las narices nuestra “situación de bien-estar”) hasta que verdaderamente descubrimos que sufrimos. El infiel a su amor sufre, las mujeres (y hombres) maltratadas sufren, los matrimonios rotos sufren, los hijos de divorciados sufren, los que no guardan la castidad y se entregan a cualquiera sufren, los abortistas sufren. La Iglesia, que tiene la asistencia del Espíritu Santo para interpretar los signos de los tiempos, está con los que sufren y no esperan que les den un lavado de cara para, en nombre de Dios eso sí, hacer lo que quiera con su vida, porque quien de verdad sufre descubre a la Iglesia, con todas sus exigencias, como Madre buena que le saca del charco fangoso en que ha convertido su vida de hijo de Dios.
Según termino de escribir se acaba de imprimir el directorio de la pastoral familiar de la Iglesia en España (he estado de ejercicios y ahora me entero que se ha publicado y se ha armado tanto revuelo), son casi noventa folios (en letra pequeña), ahora le hincaré el diente y si hay tantos que se lo han leído ¡bendito sea Dios!.
Y lo leeré con gusto y lo meditaré porque cuando habla la Iglesia me fío, como María de Jesús, aunque no lo entienda.