Isaías 55, 10-11; Sal 33, 4-5. 6-7. 16-17. 18-19; san Mateo 6, 7-15
“Así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mi vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo”. Cuando estudiando teología se nos decía, por primera vez, que el Ser de Dios se identificaba con su Esencia, uno no sabía muy bien a qué se hacía referencia. Y es que, según dicen los sabios, las certezas metafísicas se alcanzan mediante la intuición (es decir, la auténtica penetración intelectual de las cosas) y, por tanto, resulta muy difícil el poner ejemplos concretos. Sin embargo (y ésta es la paradoja), es la propia experiencia la que nos va certificando lo auténtico de esas “certezas”. Me explico (y pido perdón por el “excursus” filosófico). Cuando se es joven, uno está convencido de que, con el tiempo, pondrá por obra sus deseos y sus ilusiones. Conforme pasan los años, aunque esas sanas ambiciones no hayan desaparecido, sí que se van percibiendo las propias limitaciones personales. Es entonces cuando se va advirtiendo la necesidad de un “ser” que, verdaderamente, asuma en sí todas esas potencias en estado actual. Y ése no es otro sino Dios. Por eso, cuando el profeta Isaías pone en boca del Señor que su palabra se identifica con su voluntad, nos está diciendo que, efectivamente, eso se llevará a cabo inexorablemente. Muy distinto a nuestra experiencia humana, en donde lo que prometemos (¡y ocurre tantas veces!) no lo llevamos a efecto.
Hasta aquí la lección, y ahora la moraleja: “Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha y lo salva de sus angustias”. Tener la confianza de que Dios nos escucha siempre debería suponer para nosotros el ser unos auténticos “ventajistas”. Creo que nada ni nadie en el mundo cuenta con algo tan eficaz como es la oración del cristiano. El que todos los días, y en el momento que nos parezca más oportuno, tengamos “línea directa” para entablar nuestro diálogo personal con aquél que lo puede todo, es de seres privilegiados. Y no se trata de falsas quimeras, o delirios de grandeza; se trata de algo muy real… tremendamente cierto. Y “lo tremendo” es que entramos en contacto directo con el misterio, que se nos hace tan asequible que casi podemos tocarlo con las manos. Poder dirigirnos a Dios, con la confianza con que nos dirigimos al mejor de nuestros amigos, es algo que a veces descuidamos y olvidamos. Dios no es un ser distante al que haya que solicitarle audiencia o, como ocurre con tantos divos del mundo, al que a duras penas podemos robarle un autógrafo como el mejor de los tesoros. Todo lo contrario, su firma la llevamos inscrita en el alma, y sólo espera, por nuestra parte, que le abramos la puerta de nuestros anhelos y ansiedades para darles respuesta. Sin embargo, ¿cómo ha de ser nuestra oración con Dios?
“Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis. Vosotros rezad así…”. El Padrenuestro es la oración por excelencia. Nos hemos imaginado tantas veces a los discípulos de Jesús viéndole cómo se recogía en oración; las noches que, voluntariamente, se apartaba de ellos para pasarlas rezando a su Padre; la necesidad imperiosa de hablar con Dios a solas… Pues bien, esos mismos discípulos le pidieron un día al Señor: “Enséñanos a rezar”. Y Jesús les respondió con el Padrenuestro. Podemos, por tanto, saber a ciencia cierta que, cuando recitamos esa oración, estamos usando el mismo procedimiento que empleó Jesús. ¡No hay otro!
Así pues, te invito a que, todos los días, te pongas en la presencia de Dios, y le invoques tal y como lo hizo el Señor delante de sus apóstoles… la “metafísica” de Isaías, una vez más, alcanzará la certeza que buscamos: “hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”.