Ezequiel 18,21-28; Sal 129, 1-2. 3-4. 5-7a. 7bc-8; san Mateo 5, 20-26
“No es justo el proceder del Señor”. Todavía recuerdo, cuando era un crío, las veces que ponía mala cara ante ciertas reprimendas de mi madre. No se me olvidará cómo en mi interior consideraba injusto tal proceder, e incluso, pensaba que cuando fuera mayor, estuviera casado, y tuviera hijos, seguro que les consentiría lo que en esos momentos a mí se me censuraba. Ahora, ni tengo mujer, ni hijos (gracias a Dios, tengo otra paternidad, que es la sacerdotal y, de alguna manera, también se comparten ciertas responsabilidades, sobre todo las que aluden al “crecimiento” espiritual)… pero sí tengo unos cuantos años más. Y lo curioso, es que la consideración hacia mis padres, no es que haya aumentado, sino que, verdaderamente, ha supuesto un salto de “gigante”. Además de la admiración que siento por ellos, estoy convencido de lo poco que supone esta vida para poder compensarles con mi cariño, todo lo que hicieron (y aún siguen haciendo… espero, que por muchos años más) por mí. Y no es que me ciegue el amor de hijo, ni ponga en práctica el refranero popular (“es de bien nacidos el ser agradecidos”), sino que considero de auténtica justicia todo este reconocimiento público, pues en ello también se incluye mi propia vocación, que es lo que más amo en este mundo.
La pregunta, por tanto, parece forzosa: si así es lo que pienso acerca de los que me dieron la vida, ¿cuál será mi agradecimiento hacia Dios? Creo que, en estos momentos, lo mejor sería acabar el comentario, pues, te puedo asegurar, que me siento verdaderamente conmovido… decía aquel Salmo: “¿Cómo podré agradecer al Señor todo el bien que me ha hecho?”. Mi sacerdocio, mi familia, mis amigos… todo, absolutamente todo, lleva el sello inconfundible de lo divino. Y si dijera lo contrario, mentiría.
Por otro lado, cada vez me duele más la cara amarga con que los medios de comunicación se “ceban” con todo lo que haga referencia a la familia, la convivencia con los hijos… y los sacerdotes. Creo que no es justo. Estoy plenamente convencido ( y creo que es la persuasión de multitudes), de que si en la televisión, la radio o la prensa, nos mostraran más ejemplos de las cosas buenas que suceden a nuestro alrededor, la gente, además de ser un poco más optimista, sería mucho más agradecida, y estaría más propensa a realizar el bien… ¡Ésta es la ingenuidad de la infancia espiritual de los que se consideran hijos de Dios!
“Porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa”. Así pues, a pesar de todos los lamentos y reproches que podamos hacer al Señor porque las cosas no salgan a nuestro gusto, habría qué pensar si, en algún momento, nos hemos parado a pensar qué es lo que verdaderamente nos conviene. Supongo que, cuando tenía tres años, el meter los dedos en el enchufe de la corriente eléctrica, suponía para mí algo verdaderamente “esencial e importante”; y no entendía la “manía” de mis padres por enfadarse conmigo cuando me advertían de que no hiciera semejante cosa. Ahora, no creo que la cosa haya cambiado mucho, porque, en ocasiones, también sufrimos ante tantas contrariedades y, pensamos, que debe haber algún culpable que no sea uno mismo.
“Vete primero a reconciliarte con tu hermano”. Una vez más, Jesús nos da la clave para que las cosas vayan mejor… y si alguien llama a esto ingenuidad, entonces es que pocas veces se ha sentido querido de verdad.