Hechos de los apóstoles 5, 27b-32. 40b-41; Sal 29, 2 y 4. 5 y 6. 11 y l2a y 13b; Apocalipsis 5, 11-14; San Juan 21, 1-14
El viernes pasado me enteré de tres sacrilegios cometidos en tres hospitales de Madrid. Habían robado, del sagrario de sus tres capillas, el Copón junto con las Formas. La llamada fue de mi madre que, de parte de una de las religiosas enfermeras de uno de esos hospitales, pedía que nos hiciéramos eco de semejante atropello. La palabra que empleaba era: “desagravio”. De hecho, esas religiosas habían comenzado de inmediato una vigilia de oración en señal de desagravio.
La palabra en cuestión no significa otra cosa que: expiación, reparación o satisfacción. A algunos, sobre todo los que no conozcan el misterio de la Eucaristía, les podrá parecer un tanto exagerado todo este “tinglado” por algo que puede dar la impresión de pertenecer a una “mera devoción”. Sin embargo, para los que somos creyentes, y procuramos, cada día, adentrarnos en semejante derroche de gracia por parte de Dios, en el que el Cuerpo, la Sangre, la Humanidad y la Divinidad, se encuentran enteramente contenidos en la Hostia consagrada, verla vilipendiada y ultrajada de tal manera, produce un dolor verdaderamente estremecedor.
Quizás, ahora, sean más convenientes las palabras que Pedro y los apóstoles dirigieron al sumo sacerdote, y que aparecen en la primera lectura de hoy: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. A veces, resulta asombroso con qué tipo de respetos humanos actuamos de cara a lo que otros puedan decir u opinar acerca de nuestra fe. Da la impresión de que nuestro obrar y decir depende del juicio de los hombres, olvidando que, en último término, el único que nos da el perdón, la salvación y la vida es Dios. Tal vez, en algún Parlamento que se proclame “humanista” (ya existe en algún que otro país), se pueda prohibir la práctica religiosa y, en concreto, la adoración a la Sagrada Eucaristía, pero ese “decretazo” en nada puede corromper un corazón verdaderamente enamorado de Dios y de su entrega incondicional.
“Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos”. Éste ha de ser nuestro permanente canto en acción de gracias, y nuestra actitud por desagraviar cualquier aptitud contra lo Sagrado. Fíjate qué poco puede parecer, por ejemplo, un “Amén”, y, sin embargo, está lleno de una profunda reverencia al “Amor de los amores”. De esta manera se significa la adoración al Santísimo Sacramento en un canto eucarístico muy conocido. Y aunque invisible a los ojos humanos tal poderío y generosidad divinas es patente a cada uno de nosotros: de la misma manera que les ocurrió a los discípulos de Jesús en el lago de Tiberíades no necesitamos preguntar de quién se trata: “porque sabían bien que era el Señor”.
¡Vivamos esta Pascua de 2.004 con el entusiasmo con que la vivieron los que fueron testigos de la Resurrección de Cristo! Sería verdaderamente un signo de fe, que detrás de cada acontecimiento del “día a día”, pudiéramos admirarnos, como lo hizo “aquel discípulo que Jesús tanto quería”, y decir, aunque sea gritando en nuestro corazón: “¡Es el Señor!”.
Vamos, una vez más, a pedirle a nuestra Madre la Virgen, que sepamos, no solamente desagraviar, sino adorar y “encarnar” en nuestra vida lo que participamos y comemos en cada Eucaristía. No tengas vergüenza de amar y entregarte al “Amor de los amores”… Él lo hace en cada Misa celebrada en cualquier parte del mundo, aunque sea en una capilla de un hospital de Madrid.