Corintios 2, l-l0; Sal 118, 99-100. 101-102. 103-104; san Mateo 5, 13-16

Cuando vemos a muchos de nuestros políticos pronunciar sus discursos con ese aplomo y seguridad (independientemente de cuál sea su ideología), dando muestras de que serán capaces de solucionar cualquier problema social para su país, uno se pregunta (sobre todo cuando se cotejan con la realidad de tantas carencias, incluso en cuestiones tan elementales como el derecho a la vida, la educación, la religión, etc.), hasta qué punto son sinceras tantas palabras que, en definitiva, parece que “se las lleva el viento”. Más elocuente aún aparece la discrepancia cuando tanta arenga es contrastada, por ejemplo, con las palabras de san Pablo: “Me presenté a vosotros débil y temblando de miedo”.

“Hablamos, entre los perfectos, una sabiduría que no es de este mundo ni de los príncipes de este mundo, que quedan desvanecidos”. Y es que ya se ve, que el lenguaje de Dios nada tiene que ver con peroratas humanas. Los primeros cristianos, en concreto, se jactaban de su debilidad, pues sólo desde ahí eran capaces de que el Espíritu Santo hiciera bien “su trabajo”.

Así, por ejemplo, recientemente, la Comisión de Enseñanza y Catequesis de la Conferencia Episcopal Española, ha sacado una nota con el título: “Solicitar la clase de religión en los colegios”. Dirigida a los padres y alumnos, se apela al “derecho propio y constitucional” de inscribir a los hijos en la clase de religión… ¿Cómo hemos llegado hasta el punto de recordar al Estado de cuáles son sus obligaciones con respecto a la libertad de conciencia y enseñanza? ¿Es ésta la sabiduría de la que se jacta el mundo, es decir, manipular las conciencias hasta impedir el ejercicio básico de las libertades?

Es cierto que existen muchos ataques contra la Iglesia; ahora bien, ¿no es esto un síntoma de que aún los católicos defienden, tal y como dice la nota episcopal, “la dignidad sagrada de todos los hombres, creyentes o no”? La Iglesia nunca se ha puesto del lado de alguna ideología, sino que su doctrina es seguir a una Persona: Cristo-Jesús. En Él, todos los cristianos encontramos las respuestas adecuadas para el sufrimiento, el dolor, la muerte, y, por supuesto, la alegría y el gozo de vivir. Jesucristo no es un personaje más de la historia, es el “Señor de la Historia”. Cualquier acontecimiento, hasta el más insignificante, encuentra respuesta en Él. Su vida, sus palabras, sus obras y, sobre todo, su muerte y resurrección es la única respuesta válida para el corazón de cualquier ser humano. Por eso, frente al pensamiento decadente de este mundo, somos capaces, junto al Salmo de hoy, de proclamar nuestra única sabiduría: “Soy más docto que todos mis maestros, porque medito tus preceptos. Soy más sagaz que los ancianos, porque cumplo tus leyes”.

Jesús nos dice en el Evangelio: “Vosotros sois la sal de la tierra”. Por tanto, ahí tenemos un motivo, más que suficiente, para vivir con optimismo y audacia nuestra vocación y estado particular (soltero, casado, viudo, enfermo, religioso, anciano…), en el lugar en que nos encontremos. Además, semejante atrevimiento nunca se deberá a nuestros méritos, sino al convencimiento de que, verdaderamente, somos instrumentos de Dios.

¿Respuestas…? ¡Sí!, el mundo pide respuestas, pero nunca nos dará la última explicación. A María, la Virgen, se le pidió una respuesta ante un hecho inexplicable: sería la Madre de Dios. Ella, sin embargo, porque había experimentado en su interior el amor de Dios, sólo respondió: “¡Hágase en mí según tu palabra!”.