Hechos de los apóstoles 8, lb-8; Sal 65, 1-3a. 4-5. 6-7a ; san Juan 6, 35-40

“La ciudad se llenó de alegría”. Quiero imaginarme al Señor como alguien que desbordaba de alegría. Con una alegría que contagiaría a todos los que debieron estar cerca de Él. Hay muchos detalles en el Evangelio que dan muestra de ello, pero, quizás, de los más significativos sean aquellos en los que Jesús comparte con sus discípulos las maravillas realizadas por su Padre en la Creación… la alegría de compartir las cosas buenas que salieron de las manos de Dios, expresado en el relato de cualquiera de sus parábolas. De la misma manera, una vez recibido el Espíritu Santo, a los discípulos les da igual ser ultrajados o, incluso, azotados. Si se trataba de dar testimonio de Jesús, siempre salían contentos de esas situaciones, porque habían confesado su fe en Él. Felipe, uno de los protagonistas de la primera lectura de hoy, es capaz de inundar toda una ciudad de alegría… gracias, también, a ese único hecho: haber predicado a Cristo.

“Alegrémonos con Dios”, nos dice el salmista… y no es para menos. Sobre todo, en este tiempo de Pascua en que todas las cosas que nos rodean nos hablan de Él (a pesar de tanta contrariedad y dolor que puedan acompañarnos en determinadas circunstancias). Alegrémonos, ya que lo maravilloso es admirar la obra grandiosa de Cristo. Alegrémonos, ya que ha elevado el sufrimiento a la “categoría” de Redención. ¡Verdaderamente, ha valido la pena!

“Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. La salvación que hemos alcanzado, por los meritos de Cristo muerto en la Cruz, nos lleva directamente a compartir la alegría de su Resurrección, porque es nuestra propia vida eterna la que se encontraba en juego. Esto, que es tan fácil de decir, no resulta en absoluto evidente al ponerlo en práctica. Sólo es necesario que alguien contraríe nuestro juicio, por ejemplo, para pensar que somos unos incomprendidos, o que “van a por nosotros”. ¿Es que los que contemplaban a ese Jesús que moría en la cruz (a excepción de su Madre, unas cuantas mujeres y san Juan), aplaudían por ese “gesto” heroico en pro de la humanidad? No nos engañemos, los verdaderos elogios nunca vendrán por causa del mundo, sino que sólo Dios es capaz de colmarnos de una alegría sin fin.

Tal y como Cristo se queja en el Evangelio, el problema es que, aún habiendo visto cosas admirables en nuestra vida, seguimos sin creer. Seguimos empeñados en pensar que somos nosotros los que adquirimos los méritos. En definitiva, ver a alguien colgado de un madero no produce entusiasmo precisamente.

Si fuéramos capaces de dar el “salto”, comprenderíamos que lo verdaderamente heroico es aceptarnos como somos, y abandonarnos en la misericordia de Dios que, aunque no la percibamos con nuestros sentidos, es lo que nos salva, nos da la paz… y la alegría de sabernos hijos Suyos.