san Juan 1, 5-2, 2; Sal 102, 1-2. 3-4. 8-9. 13-14. 17-18a ; san Mateo 11, 25-30

Ya se ve que en Madrid ocurren muchas anécdotas… aunque algunas no verdaderamente alegres. Algunos (y esta es la anécdota), se han propuesto realizar un espectáculo en la capital de España que, ya sólo el nombre (perdonadme, pero se trata de una auténtica blasfemia, aunque, gracias al correo electrónico o los medios de comunicación, muchos ya estaréis enterados), nos invita a pensar que hay algo que no funciona. Por otro lado, como habéis podido advertir, en los últimos comentarios hemos hablado mucho de la familia. Y, sin ponernos melodramáticos, cuando algo que alimenta a la sociedad se adultera o corrompe, pues, ¿qué vamos a decir?: Todos con “colitis”, mareos, nauseas… y demás males que se nos ocurran. Por tanto, uno de los frutos de semejante virus que nos atormenta, es el cómo la cultura (qué tanto ha enriquecido, con sus matices y contrastes, a los hombres de toda condición y época), parece haberse mutado en un instrumento para el caos y la confusión. Y todo esto, indudablemente, ejerce una gran influencia en las familias, ya que el espíritu humano no tiene como finalidad la incoherencia y el desconcierto, sino el orden y la armonía.

“Dios es luz sin tiniebla alguna”. Estas palabras de san Juan nos colocan perfectamente en nuestro tema. ¿Alguna vez alguien se ha disgustado por encontrarse con un día radiante, y poder disfrutar del sol, del color del campo o la majestuosidad de las montañas…? Bueno sí, alguien raro habrá que le “guste” lo contrario. Pero, ¡escucha!, se trataría de alguien no precisamente “normal”. Y este es el “quid” de la cuestión, que la normalidad no es algo que abunde como debería. Si el libro del Génesis nos dice que Dios puso orden al caos, será precisamente porque preparaba, para aquella criatura que iba a constituir en imagen y semejanza suya, un lugar donde la luz fuera algo que haría referencia, en todo momento, a su Creador. ¿Cuál es el problema entonces? De nuevo, san Juan, nos da la respuesta: “Sí decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros”. ¿Por qué será que la palabra “pecado” se ha convertido para muchos en un “tabú”? Creo que la respuesta resulta evidente: porque nos enfrenta con la verdad de lo que somos y, curiosamente, con la esperanza de reconciliarnos con Aquel que es el “responsable” de nuestra existencia.

Las palabras del salmista de hoy son también esclarecedoras, y llenas de esperanza: “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades, él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura”. Esta toma de conciencia, adquirida hace cerca de tres mil años, nos pone en el “punto de mira” del conocimiento propio. Si cada uno de nosotros fuera consciente de la necesidad de que nuestras obras están siempre condicionadas por la limitación de lo que somos (“Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro”), no actuaríamos sólo “de cara a la galería”. De esta manera, una obra de teatro que pretenda como finalidad: “las enseñanzas impartidas en los colegios como cimiento en el que se apoyan las futuras víctimas de la Iglesia, equiparando la religión con sustancias dañinas para los jóvenes como el tabaco o el alcohol”, no es otra cosa sino un “snobismo” fuera de lugar. ¿Es esta la libertad que queremos? ¿Son estas las intenciones que necesitan los jóvenes de hoy para madurar y crecer en nuestra sociedad?… Una cosa es la debilidad humana, y otra, muy distinta, hacer de ella fuente y modelo de lo que ha de ser lo normal y necesario para el ser humano.

¿Cuál ha de ser nuestra actitud ante los que se mofan de los auténticos valores de la dignidad humana? Quizás, hacernos partícipes de las misma palabras de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”.