Hechos de los apóstoles 15, 7-21; Sal 95, 1-2a. 2b-3. 10; san Juan 15, 9-11
Hace no muchos años cuando te acercabas a algún edificio que estaba en construcción aparecía un pequeño cartel que avisaba: “Prohibido el paso a toda persona ajena a esta obra.” Se suponía que los trabajadores que accedían a aquel lugar eran profesionales y sabían cómo moverse entre andamios, ladrillos, cables, maquinaria y socavones. Desgraciadamente fueron ocurriendo accidentes y añadieron otro cartelito al lado del interior que indicaba: “Obligatorio el uso del casco.” La experiencia demostró que el casco servía de algo cuando te caía algo en la cabeza, pero de nada cuando era el trabajador el que se caía, con lo que se fue aumentando el número de carteles que se colocaban a la entrada del edificio en construcción. Actualmente ponen una especie de sábana llena de dibujos que hacen que el equipamiento del peón albañil supere ampliamente al de “Robocop” -que a su lado parece un “Boy-scout” de un colegio de Ursulinas-: tienen que llevar guantes, gafas, chaleco, casco, arneses y un montón más de artilugios que dificultan la movilidad pero impiden una sanción en una posible inspección de seguridad, y que, efectivamente, han evitado unos cuantos accidentes inevitables en muchos casos a pesar de la pericia del trabajador.
“Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor.” Tristemente para muchos cristianos hoy –parafraseando el evangelio y el catecismo-, los diez mandamientos de la ley de Dios se resumen en dos: el quinto y el séptimo (robar y matar por si alguno tiene que refrescar su memoria). Curiosamente cuando aumentan los “mandamientos” para nuestra seguridad física disminuimos los mandamientos para nuestra salud espiritual. Los mandamientos de la ley de Dios no son un fin en sí mismo, son expresión de la vida en Cristo: “Lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.” Dios no nos ha creado para coartar la naturaleza que Él mismo nos ha dado, ni añade mandamientos por caprichos aleatorios como no se pide a un albañil que se ponga casco porque quede “mas mono.”
Estoy convencido de que si dejásemos que la moral que la Iglesia proclama no hiciese explicitos los mandamientos de Dios en el mundo actual y dejásemos que los tratados de moral se escribiesen por cada uno de nosotros escribiríamos unos tomos enormes “imponiendo a estos discípulos una carga que nosotros ni nuestros padres hemos podido soportar.” Al trabajador de la construcción le quitaríamos el casco (que pesa mucho en la cabeza y estéticamente es horrible) pero le obligaríamos a llevar calcetines de “Lacoste” para que quede elegante presumiendo de cocodrilo.
Si de verdad procuras crecer en el amor de Dios los mandamientos los vivirás “naturalmente” y tu primera preocupación no será el pecado sino crecer en la virtud, pero de eso hablaremos mañana.
Hoy, Nuestra Señora de Fátima, pídele a la Madre del Amor hermoso que no te preocupes tanto de qué no tienes que hacer como de cuánto puedes amar y, además de vivir los mandamientos, encontrarás la alegría. “Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría llegue a plenitud.”