Hechos de los apóstoles 20, 17-27; Sal 67, 10-11. 20-21; san Juan 17, 1-1 la

“A mí no me importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús”. La vida es un don de Dios. Como todo regalo, lo que se valora es la gratuidad y la generosidad del donante. Por eso, cuando reconocemos como dueño de nuestra vida a Dios, ésta deja de convertirse en un absoluto, transformándose en un instrumento al servicio de Cristo. ¿No nos llama la atención aquellos que están tan aferrados a la vida y, por otra parte, se muestran a favor del aborto? Es como si esos indefensos que están por nacer fueran un estorbo para nuestros deseos de “bienestar”.

Nunca he estado a favor de la pena de muerte, pero entrar en el juego de una demagogia en donde unos “sí” y otros “no”, todo por contentar a unas minorías que reivindican la propiedad de su cuerpo, como si fuera un objeto de compra-venta, me parece fuera de lugar. Cuando Dios pasa a un segundo plano (en muchos corazones al último), todo se complica. Necesitamos inventar argumentos que justifiquen el genocidio “responsable” de millones de inocentes, dando rienda suelta a una imaginación que, más que truculenta, es hija del egoísmo. Y lo más impresionante es el silencio cómplice de todos los medios de comunicación e instituciones gubernamentales. ¿Cómo van a recoger firmas millares de fetos que sólo tienen “derecho” a morir en el seno de unas madres ignorantes o manipuladas?

El mundo se escandaliza porque el cristianismo habla de penitencia y mortificación. Si seguimos el recorrido del apóstol Pablo, a través del libro de los Hechos y de sus cartas, descubrimos cómo su vida está traspasada por el sacrificio y la donación de sí, no por un motivo altruista (una sociedad más justa, la lucha proletaria, o el “go home” para los romanos), sino que todas sus motivaciones tienen un nombre: Cristo. Y ese Jesús que anuncia es el que ha padecido, muerto y resucitado. Cuando san Pablo busca sólo identificarse con su Señor, lo que venga después, aún a riesgo de su integridad física, “le trae sin cuidado”: “Sólo sé que el Espíritu Santo me asegura que me aguardan cárceles y luchas”. Me gustaría que todos aquellos que son tan exquisitos/as a la hora de acicalarse (perfumes, gimnasios, dietas de adelgazamiento…) y, en cambio, tan resueltos en dar su consentimiento para la pena de muerte de un “no nacido”, reflexionaran seriamente acerca del comportamiento del Apóstol de los Gentiles.

“Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado”. ¿Por qué ese empeño de Jesús por distinguir entre el mundo y los discípulos? ¿No son acaso éstos parte del mundo? El problema de las evidencias es dar por supuesto lo que no lo es. Pocos negarán la necesidad de un “ser” superior (llámese energía, poder supremo, dios…), que esté por encima del mundo e intervenga en él “de vez en cuando”. Sin embargo, muchos son los que, sobre todo cuando les van bien las cosas, digan que la fe hay que dejarla en algún rincón de la sacristía, o para asistir a alguna procesión de Semana Santa. La evidencia parece ser la existencia de Dios (en cualquiera de sus formas), y “el dar por supuesto” no es otra cosa sino reducir la práctica de la fe para las beatas, los curas y la monjas.

Comprender que nuestro corazón le pertenece a Dios es tener un horizonte mucho más amplio que el mundo pueda ofrecernos. Es la manera de aprender a vivir con una medida que nadie puede darnos, excepto Él: la vida eterna. Y conocer a Dios como el único y verdadero, y a Jesucristo como su enviado, nos ayudará permitir a vivir a otros… sobre todo, a los más indefensos.