Jeremías 28, 1-17; Sal 118, 29. 43. 79. 80. 95. 102 ; san Mateo 14, 13-21
Jesús “se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos”. Jesús se aleja y la gente le sigue. ¡Qué bien sabía aquella gente quién era Jesús! ¿Pasa ahora igual? Sí, pasa igual: quien conoce, quien sabe quién es Jesús, lo deja todo y le sigue: “al saberlo, la gente lo siguió por tierra desde los pueblos”. Francisca Javiera del Valle –esa mujer que tanto nos enseñó sobre el Espíritu Santo— en una oración personal, al ver que hay tantas almas que se pierden, eleva su corazón a Dios, rogándole que se dé a conocer, pues –dice—“si te conocieran, Señor, te seguirían”. El inicio de este fragmento del Evangelio nos evoca aquella conversación del Señor con la Samaritana en el pozo de Jacob, que ante la contestación altanera de la mujer, negándole el agua al Señor, éste, el Maestro, con su infinita bondad, le contestará: “si supieras quien soy yo, serías tu la que me pediría a mi que le diera de beber y yo te daría un agua que salta hasta la vida eterna”.
Pero este pasaje del Evangelio nos es más conocido por el milagro que se va a producir, tantas veces comentado por escritores santos unos, teólogos o exegetas del nuevo testamento otros: el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces. Pero antes, aún nos podemos fijar en lo que precede al milagro, que no deja de ser sorprendente y que refleja, una vez más, la pequeñez de nuestras miras y la grandeza de Dios. Los discípulos, al ver que era tal multitud y que deberían de estar hambrientos tienen un “detalle”, se fijan, se preocupan por los demás, y le hacen una sugerencia al Señor que está llena de cariño: “Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.» Y la sorpresa: “No hace falta que se vayan dadles vosotros de comer”. Lógicamente el Evangelio no explica la cara que debieron poner los discípulos al oír esa “contra-propuesta” del Señor; pero por la sintaxis de la frase queda clara la sorpresa que debió de suponerles: “si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces”. Que vendría a ser lo que se suele decir en tono coloquial: “pero bueno, ¿estás loco?, ¿es que no te das cuenta de que son más de cinco mil personas? Y, además, para colmo “aquí no tenemos mas que cinco panes y dos peces”.
Este diálogo se produce constantemente en nuestra vida, entre Dios y nosotros: El nos pide más, que luchemos por ser mejores, pongamos, por ejemplo, un mayor empeño en trabajar mejor, más cristianamente. Y ante esa petición, ¿cuál es nuestra respuesta?: “pero ¿es que no ves cómo todo el mundo intenta “escaquearse”, trabajar poco y ganar mucho?, y ¿me pides a mí que sea honrado, trabajador, alegre, servicial, que ayude a mi prójimo, que le sonría aunque esté yo cansado, que cuando me hagan una faena yo no devuelva mal por mal, sino que responda bien ante la injusticia? Oye, mira que “aquí no tenemos mas que cinco panes y dos peces”. ¡Eh!, yo no doy mas de mí: esto es lo que hay, no nos pidas imposibles, por favor”.
Y la respuesta del Señor es siempre la misma: ¿Tú que tienes? ¿Tú que me puedes dar? Dámelo: “traédmelo”.
Ese es el gran milagro, no tanto que de unos panecillos y de unos peces pueda sacar Jesús muchos como para dar hasta cinco mil personas. Eso para Dios, si se me permite hablar así “es fácil”. Es muy fácil hacer eso para quien ha creado de la nada. Lo realmente milagroso es que nosotros pongamos en sus manos nuestra vida, nuestros pocos bienes, todo lo que tenemos: nuestra inteligencia (cinco panes), nuestro corazón (dos peces). Pongámoslo en manos del Señor, y se seguirá obrando el milagro de la multiplicación de nuestro buen carácter, de nuestro trabajo bien hecho, de nuestra familia bien tratada con el doble –multiplicado por dos— de cariño y de afecto .