Jeremías 31, 31-34; Sal 50, 12-13. 14-15. 18-19 ; san Mateo 16, 13-23
Hay en el Evangelio de hoy dos preguntas que hace el Señor a sus discípulos. La primera es: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”, es decir, “Por ahí, ¿qué se dice de mí?” Y las respuestas son de lo más peregrinas. Yo me imagino a los discípulos contestando un poco entre risas, como diciendo, “fíjate qué despistados están, pues mira que decir que eres Elías, o Juan el Bautista, es que no saben lo que se dicen”. De todos modos algo encaminados van. Confundir al Señor con Elías o alguno de los profetas es acertar algo.
Sí, la verdad es que los que no conocen a Cristo, los que están lejos de Él, también ahora en nuestros tiempos, lo confunden; intuyen algo especial, pero no saben quien es verdaderamente Jesús. No le conocen. Por eso pasa lo que pasa: que no lo quieren. No lo quieren porque no lo conocen. Porque se imaginan que amar a Cristo es algo triste, aburrido, que da insatisfacción, que te quita la libertad para ser “tu mismo”, que si te comprometes a quererle, a seguirle, a amarle, a hacer lo que Él quiere que hagas, estás perdido… y ya nunca serás feliz. Y, es justo al revés: Él, que nos conoce y nos quiere, sabe qué es lo mejor para nosotros y nos pide que hagamos justo lo que será para nosotros la auténtica felicidad, la dicha y la alegría.
Lo que sucede es que, estamos en la tierra, y si amas a Cristo tienes el mismo dolor de cabeza que si no le amas, tienes las mismas enfermedades. Puedes quedarte sin trabajo, seas muy buen discípulo de Cristo, o una mala persona. Si hace sol tienes calor, y si hace frío te congelas. La vida de uno que ama a Cristo, o que no le ama, puede ser a primera vista muy parecida. Por dentro, en cambio, el que ama a Cristo está enamorado de Él, comprende más, incluso llega a ver en sus semejantes al mismo Cristo, por eso los trata mejor, y también los quiere más.
Pero el Señor, lo que más desea saber no es lo que piensa la gente por ahí, lo que desea es saber de ti, de quien está leyendo estas líneas, de quien quizá acaba de ir a Misa, y de quien, por tanto, un discípulo suyo.
“¿Vosotros, quien decís que soy yo?”. Esta pregunta –la segunda a la que me refería al principio— nos demuestra que el Señor distingue entre “los suyos”, los que le aman, los que le quieren precisamente porque le conocen, y los que, por desgracia, todavía “andan extraviados, como ovejas sin pastor”. Pedro va a ser nuestro portavoz: “Señor tu eres el Mesías el Hijo de Dios vivo”. Cuando uno dice eso, cuando sabemos quién es el Señor, cuando poco a poco lo vamos conociendo más –por la oración y por los sacramentos, por la escucha atenta de la Palabra en la misa los domingos—…entonces, ¡qué diferente se camina por la vida!. La alegría –no incompatible con el dolor— aflora al rostro del hijo de Dios; la felicidad –con contradicciones, porque estamos en la tierra— con Dios, está siempre presente como poso de vida.