Daniel 7, 9-10. 13-14; Sal 96, 1-2. 5-6. 9 ; san Pedro 1, 16-19; san Lucas 9, 28b-36
“Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos”. Estas palabras con las que empieza el Evangelio de hoy son las que han hecho que la fiesta de éste día se le de el nombre de “la Transfiguración”, es decir, el rostro de Cristo cambió.
Lo primero que este hecho de la vida de Jesús, ha sido recogido en el cuarto de los misterios luminosos del Rosario que Juan Pablo II ha querido incorporar a los otros tres misterios ya existentes. Esto ya es significativo. Y aún me atrevería a añadir una consideración más: este misterio está justo después del que se menciona como tercer misterio: “la predicación del Reino y la conversión”. Unir ambos misterios “nuevos” en el rosario nos hace pensar que el Papa lo haya considerado en su oración personal.
Si se asimila la predicación del Reino de Dios se dará necesariamente nuestra conversión (3º misterio) –conversión del pagano que conoce de nuevas la fe cristiana; y conversión de quien siendo ya bautizado, re-descubre el rostro de Cristo–, y si hay predicación, y conversión, se produce la transfiguración (4º misterio). Tercer y cuarto misterios seguidos de los nuevos misterios luminosos. Luminosos porque nos dan luz para recorrer el sendero que conduce a la vida eterna: ese es el camino que queda iluminado para que no nos perdamos ante las oscuridades que –los hijos de las tinieblas— ofrecen a veces a nuestro paso.
La transfiguración, el cambio de vida, sólo se da en Cristo, con Él y en Él, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia. Por eso exclamaron Pedro, Santiago y Juan: “Maestro, qué bien se está aquí”. Con Jesús siempre se está bien. Tanto que dan ganas de quedarse para toda la vida en esa situación: “hagamos tres tiendas”. No nos debemos de cansar de considerar que, con la transfiguración, con nuestra conversión, -fruto de la asimilación de la Predicación del Reino— se da la única y auténtica felicidad, no la que procede de bienes más o menos pasajeros, o peor aún de placeres efímeros—, sino la que tiene como causa, como origen la contemplación del rostro de Cristo: con la conversión se transfigura también nuestro semblante.
Cuando nuestra vida se transfigura, nuestros vestidos brillan blancos, limpios, sin mancha, pues no puede haber verdadera transfiguración mientras permanezcamos en el pecado, sin la contrición, sin la reconciliación. Sabremos que ha habido transformación en nuestra vida, verdadera conversión, si –como nos dice el Evangelio de hoy— reconocemos al Hijo de Dios en nuestra vida, “este es mi Hijo, el escogido,” y, luego, nos aprestamos a hacer lo que él nos diga: “escuchadle”. Esto es asimilar bien la Predicación y, por este camino, llegamos a la conversión.