Habacuc 1, 12-2, 4; Sal 9, 8-9. 10-11. 12-13 ; san Mateo 17, 14-20

Nos habla hoy el Evangelio de un chico epiléptico o endemoniado, según quien lo califique, y que no hay forma de curarlo, ni si quiera por la intervención de los apóstoles del Señor. El asunto, como se ve, es serio.
He dicho que “según quien lo califique porque el padre del chico dice de su hijo que tiene “epilepsia”; pero luego nos cuenta San Mateo que “Jesús increpó al demonio”. Los padres siempre ven menos grave lo que le pasa a sus hijos: “no es tan malo como parece, mi chico”. Esto es peligroso porque si un padre no quiere ver lo que realmente le pasa al hijo, es difícil que tome las medidas pertinentes para curar el mal: no es lo mismo ser un poco travieso, que un soberbio; no es lo mismo ser un poco dejado, que estar poseído por la pereza o la tibieza; no es lo mismo que le guste un poquillo alguna película fuerte, que estar dominado por la pornografía o la impureza, etc.
Por eso el Señor, llama a las cosas por su nombre, y aunque comprendemos que el buen padre ha querido delante de todos no mostrar el auténtico mal de su hijo, el Señor nos hace una invitación a la sinceridad: el tema no es de epilepsia, no es por tanto una enfermedad, sino una situación grave del alma lo que le aqueja a este chico.
Dos aspectos podemos además resaltar de este Evangelio; uno, la orden que da el Señor: “traédmelo”; y el otro: la imposibilidad de los apóstoles para haber curado al enfermo: “¿y por qué no pudimos echarlo nosotros?” Le preguntan a Jesús una vez éste ya ha hecho el milagro.
La orden: “Traédmelo”: hemos de ponernos delante de Dios. Hay que estar frente a frente –oración—, tenemos que llenarnos de Cristo –Eucaristía-; hemos de ver en el prójimo al Señor –caridad, cariño, amor al prójimo-; hemos de “traernos” a Cristo dentro de nosotros –vivir en gracia de Dios, recuperándola si la perdemos, por el sacramento de la reconciliación-. Así es como nos ponemos delante de Jesús, así es como vamos a ser curados de nuestras “epilepsias” o de nuestros “demonios”.
Y, el segundo aspecto que quisiera considerar es la imposibilidad de los discípulos de realizar este milagro. Bueno, esto es muy fácil de comentar, porque nos lo dice, directamente, sin rodeos el mismo Jesús: no habéis podido “por vuestra poca fe”. Yo comprendo a los apóstoles: no nos olvidemos que este chico, según nos cuenta su padre, “le dan ataques; muchas veces se cae en el fuego o en el agua”, lo que realmente impondría bastante y, es muy fácil que a cualquiera le entrara hasta miedo para acercarse a este hombre, de ahí que le diga el padre a Jesús que hasta “se lo he traído a tus discípulos, y no han sido capaces de curarlo”. Que es como si le dijera al Señor: “o lo haces tu, o no lo hace nadie”. Esto es imposible para el ser humano por muy bueno o santo que sea. El Señor no admite ese planteamiento, porque lo que cura, el pretendido milagro no lo va a producir un poder “supernatural”, extraño o fuera de alcance humano. No. El milagro lo produce la fe. Tanto es así, que “os aseguro que si fuera vuestra fe como un grano de mostaza, le diríais a aquella montaña que viniera aquí, y vendría. Nada os sería imposible”.