Sabiduría 18, 6-9; Sal 32, 1 y 12. 18-19. 20 y 22 ; Hebreos 11, 1-2. 8-19; san Lucas 12, 32-48

“La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve”. Estas palabras de la lectura de la misa y que corresponden a la Carta a los Hebreos, son un antesala perfecta para lo que nos va a pedir el Señor en el Evangelio de hoy. Porque el Señor nos pide tener una actitud de vida, un comportamiento de fondo, que se suele denominar en el lenguaje cristiano “abandono en las manos de Dios”.
Fijaros en lo que acabamos de leer: “Vended vuestros bienes y dad limosna”. Vivimos en un mundo en donde uno no se puede quedar así, sin nada; no sólo desde el punto de vista económico, sino que lo que Dios nos pide es que no pongamos la vista “en las cosas de la tierra sino en las cosas de arriba”: quiere que vivamos en la tierra almacenando riquezas que nos podamos llevar al Cielo. Hay que vivir valorando lo único que importa o, como dice el Evangelio, tener “las talegas” llenas de buenas obras, de tesoros que sí nos podemos llevar allí “donde no se acercan los ladrones ni roe la polilla”. No habrá entonces peligro de perdernos jamás.
Pero aquí viene lo más importante: esa actitud ante la vida no la debemos adoptar por razón de una pobreza por la pobreza, o un abandono en una idea más o menos interesante. No. El Señor lo que desea, lo que hoy, en el Evangelio de la Misa nos recuerda, es que debemos de poner nuestra mente, nuestra atención, en las cosas que llenan el corazón “porque donde está vuestro tesoro allí estará también vuestro corazón”. Quiere de nosotros el corazón; al final de los tiempos no entrarán en el Reino de los cielos los más ricos, los más guapos, los más simpáticos, o los que más hayan salido en la televisión, sino los que tengan el corazón puesto en Dios: “Dame hijo mío, tu corazón”, “un corazón contrito y humillado yo no lo despreciaré”.
Esto es estar preparado. Preparado es aquel que tiene “ceñida la cintura y encendidas las lámparas”. Nos insiste Jesucristo: “Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame”. Es un modo de hablar casi reiterativo: “Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes”. Los “bienes” de ese “amo”, como bien sabemos, son la dicha y la alegría para siempre en el cielo.
La conclusión es una: hemos de vivir cumpliendo, aunque cuesten, los mandamientos de la Ley de Dios, y amar de verdad al prójimo. Como nos advierte el Señor, se trata de vivir honradamente cara a Dios, y sirviendo a los demás. Si vivimos así, seremos dichosos, tan dichoso como “el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes”.